Ahora bien, nada sería más contrario a una verdadera comprensión de esta tradición que considerar a ese Cristo-fuente como una realidad del pasado. No. La convicción más genuina de la fe cristiana es que esa fuente originaria está viva, presente y activa en nuestra historia de hoy.
En lenguaje coloquial, esta convicción lleva consigo una rotunda negativa a aceptar que el cristianismo sea una antigualla, una pieza de museo, amortizado definitivamente en su capacidad de hablar al mundo moderno y postmoderno.
En efecto, en lo que podríamos llamar el "mercado común de las ideas", el papa Ratzinger está convencido, lo dice y lo argumenta, de que el cristianismo puede ocupar un puesto en pie de igualdad con todas aquellas instancias de pensamiento y praxis que se ofrecen como portadoras de sentido.
La consecuencia sociológica es obvia: todo intento de exclusión del cristianismo del ágora donde se discute lo que es esencial para el hombre, relegándolo a una esfera privada con las conexiones sociales previa y sabiamente inutilizadas, es un atropello que contradice en su raíz la proclama fundamental de la modernidad en su exigencia de igualdad y su condena de todo prejuicio.
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