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martes, 25 de mayo de 2010

Cajasur: saber morir a tiempo

Cajasur, célebre los últimos tiempos por dificultades propias de tipo económico, y también por conflictos internos, habitualmente conocidos como lucha por el poder o el control, ha sido intervenida por el Banco de España.
Como no podía ser menos, los comentarios se han agolpado tratando de analizar y valorar el evento desde el punto de vista económico y también desde una óptica social.
Mi comentario quiere ir por otro camino, ya que desde esta ventana se pueden contemplar ámbitos o zonas de la realidad que con frecuencia pasan desapercibidas a los ojos de una ciudadanía obsesionada por otros escenarios.
Cajasur, eso sí se dice y se subraya profusamente, era de la Iglesia. Se dirá: para bien y para mal. Veamos.
Probablemente, en su inicio, como ha ocurrido con tantas iniciativas nacidas en determinadas épocas de nuestra historia dentro de la comunidad eclesial (habría que ser más precisos: dentro de la comunidad "clerical"), esta iniciativa de poner en marcha una entidad financiera de este tipo, respondió a una intuición certera y llena de buena voluntad de algunos eclesiásticos que captaron la necesidad de suplir con su acción y su esfuerzo una carencia detectada en la sociedad civil del momento.
Pero existe una especie de ley socio-biológica que reproduce, en los frutos de los "partos" sociales, lo que ocurre en los estrictamente biológicos: la criatura alumbrada crece y termina por independizarse y campar por sus respetos al margen, y -¡cuántas veces!- en contra de los deseos y sueños de sus progenitores.
¿No es eso exactamente lo que le ha ocurrido a esta iniciativa financiera de titularidad eclesial que ahora anda en coplas, exactamente igual que le ocurrió y ocurre a la Cope, al diario Ya, a muchos colegios o escuelas "concertadas", etc.?
Tengo para mí que estas creaciones eclesiales, fruto de una imaginación altruista que en su día supo descubrir la posibilidad de hacer efectiva en la sociedad la llamada evangélica al servicio, nacen con fecha de caducidad, rebasada la cual, terminan perdiendo, al menos en la percepción general, el profundo sentido cristiano con que nacieron, pasando a convertirse en "chiringuitos de los curas", que, ya se sabe, a la hora de la verdad lo que buscan es la pela, disfrazándolo, eso sí, con bellas y santas palabras.
Pienso que hay que saber morir también institucionalmente: un arte, ciertamente, difícil de aprender.
El servicio cristiano es siempre a fondo perdido; y cuando llega el momento, lo mejor, lo más evangélico, probablemente es dar paso a otras titularidades que prolonguen lo mejor del servicio prestado en nombre de la Iglesia, pero sin comprometer ya a ésta institucionalmente.
Claro que todo esto que digo suele ser valorado por los que "están en el ajo" como una flagrante ingenuidad. Pues bien, lo será; pero entonces que no se quejen de incomprensiones, que no lamenten salpicaduras que erosionan y juzgan sin piedad sus intenciones.

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