Hace tres o cuatro días, y no logro recordar dónde, leí una referencia sobre el célebre Stephane Hessel, afamado autor a partir de su pequeño libro-panfleto "Indignaos", en el que hacía una especie de llamada a la indignación general -sobre todo de la gente joven- frente al orden (desorden) de nuestro mundo.
En la lectura a que me refiero, se comentaba la publicación de un nuevo libro suyo -creo que en compañía de Edgard Morin- y se transcribían párrafos de una entrevista en la que el antiguo diplomático e ilustre nonagenario reconocía su interés por el tema de la trascendencia, llegando a reconocer su aceptación de Dios. Eso sí, se apresuraba a decir, un Dios que nada tiene que ver con el de los monoteísmos porque éste -afirmaba- genera inevitablemente el totalitarismo.
No es Hessel el primero ni el único en sentar cátedra a propósito del monoteísmo en la dirección indicada. Me atrevería a decir, incluso, que esa visión del asunto es ya un tópico mil veces repetido -y pocas argumentado- que hizo fortuna en su día y que ha suscitado pocas respuestas desde una visión filosófico-teológica de signo contrario. Con una excepción muy reciente y, a mi juicio, de enorme interés, por su gran calidad y por la relevancia del que la suscribe.
En efecto, la pasada Nochebuena, el Papa Ratzinger en su espléndida homilía dedico unos párrados al tema que no me resisto a transcribir para los lectores del blog. Ni que decir tiene que suscribo íntegramente su contenido. Nada me agradaría tanto como que la reflexión de Benedicto llegara al autor francés y le diera que pensar. Ahí va como mi cordial felicitación:
"Con la gloria de Dios en las alturas, se relaciona la paz en la tierra a
los hombres. Donde no se da gloria a Dios, donde se le olvida o incluso se le
niega, tampoco hay paz.
Hoy, sin embargo, corrientes de pensamiento muy
difundidas sostienen lo contrario: la religión, en particular el monoteísmo,
sería la causa de la violencia y de las guerras en el mundo; sería preciso
liberar antes a la humanidad de la religión para que se estableciera después la
paz; el monoteísmo, la fe en el único Dios, sería prepotencia, motivo de
intolerancia, puesto que por su naturaleza quisiera imponerse a todos con la
pretensión de la única verdad.
Es cierto que el monoteísmo ha servido en la
historia como pretexto para la intolerancia y la violencia. Es verdad que una
religión puede enfermar y llegar así a oponerse a su naturaleza más profunda,
cuando el hombre piensa que debe tomar en sus manos la causa de Dios, haciendo
así de Dios su propiedad privada. Debemos estar atentos contra esta distorsión
de lo sagrado. Si es incontestable un cierto uso indebido de la religión en la historia,
no es verdad, sin embargo, que el «no» a Dios restablecería la paz. Si la luz
de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre. Entonces,
ya no es la imagen de Dios, que debemos honrar en cada uno, en el débil, el
extranjero, el pobre. Entonces ya no somos todos hermanos y hermanas, hijos del
único Padre que, a partir del Padre, están relacionados mutuamente. Qué géneros
de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta
al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la
luz de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, sólo cuando cada hombre es
querido, conocido y amado por Dios, sólo entonces, por miserable que sea su
situación, su dignidad es inviolable.
En la Noche Santa, Dios mismo se ha hecho
hombre, como había anunciado el profeta Isaías: el niño nacido aquí es
«Emmanuel», Dios con nosotros (cf. Is 7,14). Y, en el transcurso de
todos estos siglos, no se han dado ciertamente sólo casos de uso indebido de la
religión, sino que la fe en ese Dios que se ha hecho hombre ha provocado
siempre de nuevo fuerzas de reconciliación y de bondad. En la oscuridad del
pecado y de la violencia, esta fe ha insertado un rayo luminoso de paz y de
bondad que sigue brillando".