"Queridos
hermanos:
Me
alegra mucho poder felicitaros la Navidad un año más. Me alegra, sí, pero
también os confieso que me cuesta cada vez un poco más porque me persigue, casi
como una obsesión, la amenaza de que mis palabras, sinceras y sentidas en mi
intención, puedan sonar a discurso “políticamente correcto”, a predicación “de
oficio”, vacía; a repetición obligada de ideas archisabidas.
Por
eso, permitidme que este año convierta mi homilía-felicitación en una
invitación al silencio: estoy convencido de que, cuanto más nos acercamos al
Misterio que celebramos estos días, más penetramos en el silencio de Dios –el
Gran Silencio que nos acoge y envuelve- y más podemos gozar del fruto de su
presencia: la libertad y la alegría. Y cuanto más nos alejamos de él, más
quedamos a disposición de un bullicio que nos des-configura des-figurándonos y
haciéndonos perder nuestra envergadura personal.
¿Y
cómo puede ser una Navidad así, una Navidad que escuche el Silencio del Dios
encarnado? Yo la imagino y la quiero así:
-Navidad
oyente de y obediente a la Palabra: buscadora de sentido, enamorada de la luz.
-Navidad
oyente de y obediente a la Tierra, gran sacramento del Dios amante del mundo y
del hombre hasta la locura del pesebre y la cruz.
-Navidad
oyente de y obediente al grito silencioso pero ensordecedor de los que sufren,
los únicos probablemente que logran hacer llorar a Dios.
Esta
Navidad, tal vez menos romántica, merece ser felicitada, y yo os la deseo muy
feliz".
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