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martes, 21 de diciembre de 2010

El endiosamiento de los necios

Por si no fuera suficiente con los interminables seis años de una gestión política catastrófica que en un macabro "crescendo" nos ha ido llevando al borde del abismo integral, ahora el presidente Rodríguez Zapatero se dispone a obsequiarnos con la incógnita o el misterio de su decisión sobre su propio futuro.
Por lo visto, ha confiado a sus fans que ya ha tomado una decisión de la que ha hecho partícipes en exclusiva a su esposa (curiosa concesión a la familia tradicional), y a un militante del partido, al que indudablemente debe considerar como una versión -por supuesto ultra-laica- del discípulo amado del evangelio de san Juan (con mil perdones para ese inconmensurable evangelio y para su autor, dizque llamado Juan).
Cuando en los tiempos de la dictadura de los cuarenta años soñábamos con el advenimiento de la democracia, nos imaginábamos que los dirigentes políticos de esa nueva era se caracterizarían, entre otras cosas, por no parecerse en nada a los que entonces padecíamos, sobre todo en una cosa: en la carencia de ínfulas, y en la normalidad democrática en su relación con la ostentación y el ejercicio del poder.
Pensábamos, en nuestra ingenuidad, que llegada por fin la libertad, los políticos aceptarían de buen grado una relación no-sacral con el poder, lo que les haría abandonarlo con toda naturalidad, bien como consecuencia de una derrota electoral, bien como decisión propia basada en razones personales más o menos acertadas y/o convincentes.
ZP acaba de desmentir estas apreciaciones, y nos ha sacado -como ya hicieron otros, es verdad- de ese romántico sueño.
Ahora tendremos que soportar ríos de tinta dedicados a hacer todo tipo de cábalas sobre la decisión del señor de los talantes; entraremos todos a su trapo. Es una pena.
Por mi parte, prometo aliviar cualquier brote de ansiedad que me pueda sobrevenir, con la repetición silenciosa y perseverante de este mantra: "que se vaya, que se vaya de una p. vez". Y es que confieso que soy un monoteísta convencido: ¿dioses y diosecillos? No, gracias. Sólo los necios terminan creyéndose que han alcanzado la divinidad, por lo que no es infrecuente que acaben queriéndose quitar de encima al Dios verdadero. Como dice el salmista:"Piensa el necio en su interior: 'no hay Dios'. Pues eso.

La obsesión de Benedicto XVI por lo esencial

Todos los años por estas fechas los papas tienen la costumbre de mantener un encuentro con la Curia para intercambiar la felicitación de Navidad. En el "marco incomparable" (según el gracioso tópico redaccional) de una de las solemnes salas vaticanas, o, incluso, de la Sixistina, el Papa dirige un discurso a los miembros del pleno de su equipo de gobierno en el que pasa revista a los principales acontecimientos del año a punto de terminar, deslizando casi siempre consideraciones de fondo que no pasan desapercibidas a los informadores.
Por ejemplo, el año 2005, en la que fue su primera felicitación navideña, BXVI, aprovechó esta circunstancia para pronunciar un discurso absolutamente fundamental para comprender una de las lineas de fondo de su comprensión de la Iglesia contemporánea heredera de un concilio, el Vaticano II, de cuya interpretación sigue dependiendo todo el desarrollo teórico y práctico (pastoral) de la iglesia católica en el presente siglo. De obligada lectura y re-lectura...
Ayer, el papa compareció una vez más ante su curia y les felicitó esta Navidad brindándoles unas consideraciones de fondo que me han vuelto a impresionar porque ponen de relieve el verdadero perfil de este hombre, tantas veces distorsionado por muchos medios de comunicación que siguen sin querer -o, más probablemente, sin poder- entender su profundidad espiritual y sus puntos de referencia básicos.
En este discurso al que me refiero, vuelve a poner de manifiesto la magnitud de la herida que ha infligido a todo el cuerpo eclesial el asunto de la pederastia. Leyendo sus consideraciones, se capta perfectamente que BXVI no hace teatro o da lectura a un guión escrito por algún funcionario cuando asume y reconoce abrumado hasta qué punto ha quedado ensuciada toda la iglesia y comprometido su testimonio por el "pecado" de algunos sus miembros más cualificados.
He subrayado deliberadamente la palabra pecado porque es precisamente el nivel religioso o teológico que esta palabra evoca el que permite al papa-teólogo situar correctamente su meditación. Una meditación que quiere siempre ir a lo esencial: Dios y la relación del hombre con su misterio.
Precisamente por situarse en ese nivel de profundidad, los diagnósticos y las "soluciones" que Ratzinger sugiere rebasan con creces las superficiales proclamas de los que exigen simplemente sanciones ejemplares (nunca excluidas, desde luego, de acuerdo con las leyes), o reformas estructurales de las que dependería la solución de un problema moral que es -reconozcámoslo- algo más que un problema: un enigma, un misterio; el mysterium iniquitatis que nos remite inexorablemente a la pregunta por el ocultamiento de Dios en nuestra sociedad, y previamente a ello, por las condiciones sociales y filosóficas que lo hacen posible o, tal vez incluso, para muchos, hasta deseable.
He querido destacar este aspecto de la última reflexión navideña del Papa, porque creo que nos permite captar una vez más hasta qué punto este hombre tiene la "obsesión" de lo esencial, con lo que, día tras día, le está diciendo a la iglesia a la que él sirve, de qué debe realmente preocuparse si quiere ser, como afirmó el Vaticano II, una iglesia "reformata et semper reformanda", es decir: reformada y siempre en estado de reforma a la luz del evangelio. ¿Será por eso por lo que el papa Ratzinger gusta tan poco, e incluso irrita, a los maestros del simplismo y a los visionarios de las "revoluciones pendientes"?