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miércoles, 25 de agosto de 2010

El "caso Galileo" y la ignorancia histórica de muchos

En el panorama un tanto desértico que, como cada año, brinda la información este mes de agosto, me encuentro con la noticia de que va celebrarse un congreso internacional sobre la Sábana Santa en Lima. Este año ha sido importante para la reliquia de Turín porque durante cerca de un mes se produjo su ostensión en la catedral de la capital turinesa acompañada de numerosos encuentros científicos sobre el particular.
Pero no voy a dedicar este post a la SS. Resulta que leyendo la noticia de ese congreso limeño, me topo con una entrevista a Manuel Carreira, un jesuita que, además de religioso, es un notable científico y buen divulgador de temas relacionados con las relaciones entre la ciencia y la fe. Por lo visto, va a participar en el mencionado congreso, por lo que un diario de la capital peruana le hace una entrevista no muy amplia sobre estos temas.
En ella, me he encontrado con su respuesta a una pregunta sobre el "caso Galileo" que me parece digna de archivarse por su nítida claridad al sustanciar la verdadera realidad y el auténtico alcance del archimanido "caso". No estaría mal que se la aprendieran de memoria todos los que se muestran complacientes (desde la ignorancia, claro) frente a las tópicas acusaciones contra la Iglesia basadas en una lectura distorsionada de los hechos históricos y no saben hacer buena "apología", no ya de la Iglesia, sino más sencillamente, de la verdad.
Me ha parecido que puede interesar a mis lectores. Ahí va:

"–El caso de Galileo se lo enrostran a la Iglesia cuando quiere aproximarse al mundo científico. ¿Qué opina de este caso?

Galileo era creyente, no pasó un minuto en la cárcel, nadie le tocó un pelo ni lo excomulgó y murió profesando su fe, asistido por una hija religiosa, y con bendición papal. En su época no había realmente física ni pruebas de que la Tierra se moviese (la prueba experimental se anunció en 1838). Sus supuestas pruebas eran inválidas, y otros astrónomos se las negaron.

Su idea correcta era que la Biblia no enseña ciencia y quería que los teólogos cambiasen la interpretación del texto según su teoría. Los teólogos se equivocaban en pensar que la Biblia enseña astronomía, pero estaban en lo correcto en decir que mientras no hubiese pruebas, Galileo debía presentar sus ideas como teoría y no pedirles cambios de opinión. En ambos casos, se excedía el campo propio para ir al ajeno. Nosotros, hemos aprendido esa lección y debe haber mutuo respeto".

domingo, 22 de agosto de 2010

La edad de la primera comunión (y 4)

Hora es ya de terminar con este tema que curiosamente, y a pesar de haber saltado en plena época vacacional, en la que a todos medio nos resbalan casi todas las cuestiones que encierran alguna problemática, ha suscitado bastante interés mediático.
El argumento de fondo en contra de esta "sondeada" (por el cardenal Cañizares y luego por el mismo Benedicto) modificación de la edad de la primera comunión adelantándola todavía más de lo que está, es de carácter teológico. Quiero decir: según entandamos lo que es un sacramento, así procederemos a la hora de fijar el mejor momento vital para su realización. Esto es de especial aplicación en el caso de los llamados sacramentos de iniciación que, como se sabe, son el bautismo, la confirmación y la eucaristía.
Si consideramos que en el sacramento lo que tiene que primar es su carácter de signo de la cercanía de Dios a una existencia concreta, entonces seremos proclives a preconizar una relativización del momento de su celebración, ya que la respuesta en fe del hombre agraciado por esa presencia de Dios en el signo sacramental, resultará algo claramente secundario. Es el caso del bautismo de niños, caso extremo en el que curiosamente la Iglesia ha aceptado que la fe del niño que celebra el sacramento -fe que es un elemento absolutamente indispensable- sólo aparezca en la persona de sus padres y padrinos que se la prestan hasta que él pueda hacerla suya consciente y libremente más adelante.
A esta luz, parece evidente -y así lo ha practicado la Iglesia hasta hace poco tiempo (hablo de occidente)- que el niño bautizado, sin consciencia del sacramento que celebraron "por él", debe ser ayudado para que en esa edad del discernimiento (hoy, en torno a los ocho años) ratifique su bautismo mediante el signo correspondiente que es la confirmación.
A partir de ese momento, se abre un recorrido algo más largo de progresiva maduración que deberá desembocar, tras varios años de oportuna catequesis, en la celebración de la eucaristía (en torno a los doce años -si no se optara por diferirlo hasta la mayoría edad propiamente dicha-pero siempre antes de entrar en la adolescencia, período lleno de turbulencias poco propicio para compromisos de ningún tipo).
La eucaristía, entonces, aparece como lo que es: un signo (=sacramento) de la presencia de Dios en la vida de una existencia que YA es capaz de responder con una fe razonablemente madura, y de hacerse cargo de que pertenece a un pueblo "especial" que se alimenta de ese pan bajado del cielo sin el que no es posible caminar por este mundo cuya dificultad ya va percibiendo. No se anula así en absoluto el carácter gratuito de esa presencia de Dios, pero sí se equilibra dando paso al otro elemento indispensable que es la respuesta en fe del hombre.
La propuesta de adelanto de la edad de la primera comunión no parece tener en cuenta esta reflexión que es el abc de la teología sacramental, pretendiendo situar a este sacramento, que es la culminación de la iniciación cristiana, mucho ante de que esa personalización en la fe de la gracia de Dios sea mínimamente posible.
Si a todo esto añadimos los datos de la sociología, de la psicología evolutiva, y de la simple observación de la realidad, veremos por qué ese intento de adelantamiento aparece como escasamente convincente, además de contradictorio con lo que viene siendo la práctica pastoral desde hace casi medio siglo, una práctica poco exitosa, ciertamente, pero no a causa de la edad, sino de otros muchos factores que hay que conocer bien y asumir con lucidez y valentía renunciando a nostalgias de un pasado que, nos guste o no, parece que no va a volver.

martes, 17 de agosto de 2010

Elogio apasionado de Europa

Definitivamente, el mes de agosto imprime un ritmo vital mucho más lento y sosegado que los demás meses del año. Aunque no estoy de vacaciones, experimento esa especie de pereza veraniega que hace, entre otras cosas, que descuide el ritmo de este modesto blog.
Tengo pendiente concluir la reflexión sobre la edad de la primera comunión de los niños, lo que pensaba hacer hoy, pero me he desayunado con la lectura de un artículo de Damián Ruiz en El Manifiesto (elmanifiesto.com) que me ha gustado mucho y pienso que reproducirlo aquí puede ser un buen servicio a los lectores, además de un contrapunto temático al asunto más "casero" de la primera comunión. Ni que decir tiene que comparto con el autor todo lo que dice; es más me parece que podría ser una excelente "catequesis" para muchos de nuestros jóvenes seriamente amenazados por un provincianismo, cunado no papanatismo, cultural extremadamente peligroso.

"Soy un nacionalista europeo, sin ambigüedades, sin fisuras, un demócrata social-conservador que cree en esa nación de naciones que, a pesar o gracias a su turbulenta historia, se constituye con todo su esplendor como faro del mundo. Siento pasión por estas tierras, por sus gentes, por la diversa pluralidad de manifestaciones de una misma cultura. Cultura que nace en Grecia y que arraiga en el judeocristianismo y que ahora mismo está en peligro de derrumbe.

A mis cuarenta y cinco años creo haber recorrido buena parte de este continente, desde el norte de Escocia a los Países Bálticos, pasando por Portugal, Centroeuropa, el sur de Italia, Polonia, con su maravillosa y fascinante Gdansk, y por supuesto sus grandes capitales: Londres, Madrid, Roma, Berlín y mi adorado París. Un buen amigo que nació y reside allí, me preguntó una vez que siendo tanto mi fervor por esta ciudad por qué no me trasladaba a vivir ahí. Y mi respuesta, aparte de porque profesionalmente no puedo, fue decirle que ese París, el mío, está hecho de una mezcla de realidad y de idealización que de hacerlo cotidiano podría esfumarse, algo a lo que no quiero renunciar. París debería ser para los occidentales de cualquier parte del mundo lo que la Meca para los musulmanes, un lugar de peregrinación obligado al menos una vez en la vida.

Pero los occidentales no solamente ya no valoramos “lo nuestro”, sino que cada vez estamos más vulgarizados, banalizados, degradados ética y estéticamente, debilitados por esa neurosis colectiva que nos han inoculado los adalides del pensamiento débil, atomizados en un individualismo insolidario y egotista, ausentes de nuestra historia, de nuestra apasionante y espléndida historia, viviendo en la insustancialidad y ansiosos porque ocurran cosas… ¿qué?... no importa… que pase algo para llenar el tiempo.

Acabo de llegar de un breve periplo junto a mi esposa por Irlanda, y aparte del agotador trabajo de turista, de libre albedrío pero turista al fin y al cabo, he sentido algunos de sus paisajes, escuchado alguna de sus músicas y palpado algo de su espíritu, y he dormido en el mismo pabellón del Trinity College en el que se alojó Bram Stoker, el creador de Drácula, en una habitación sobria y austera, cercana a la casa de Oscar Wilde. Puede que haya a quien esto no le diga nada, pero para mí cualquier nombre de nuestra cultura que haya hecho alguna aportación elevada al imaginario colectivo merece tanto respeto que, aunque no se encuentre entre mis preferencias personales, hace que sienta una cierta devoción por el regalo ofrecido.

Pero también he visto, como en cualquier ciudad europea, como en mi misma Barcelona natal, ese batiburrillo de McDonalds, Kebabs, Subways, etc., que uniformizan el paisaje urbano, que configuran una clase obrera consumista de bajo perfil sin sentido de su ser, de su lugar como columna de las naciones y como sector reivindicativo y reformista de las sociedades prósperas. Echo en falta esa izquierda social digna, alejada de la babosa progresía, que lucha por las mejoras laborales y culturales de los trabajadores y por su cultivo como seres humanos enraizados en sus sentimientos de pertenencia. Pero la izquierda ya no cumplirá esa función: su decadencia, su impostura, su traición histórica -salvo honrosas excepciones-, es tan absoluta que solo sirven al deterioro de todo el colectivo y especialmente de los más débiles. Solo naciones con alto sentido de su significado histórico y con un fuerte sentimiento paternal hacia sus “hijos” (a diferencia del “maternalismo” sobreprotector de los Estados “corruptibles” del bienestar contemporáneo) pueden devolver la dignidad a los diferentes sectores sociales.

Y es que cada vez veo más jóvenes en la pobreza, y miren, no sé si es porque no tengo hijos, pero es el sector social que, personalmente, más afecta mi sensibilidad. Los he visto en Dublín, los veo en Barcelona, en cualquier ciudad de nuestro continente… Veinteañeros pidiendo en la calle o buscando en los contenedores, o como ya expliqué en un anterior artículo, esperando al cierre de los supermercados para que les den los excedentes del día.

Y ahora cierro el artículo: no se puede amar una tierra, una nación, un continente, ni admirar su naturaleza, sus instituciones o su cultura, sin amar a sus gentes, y especialmente sin cuidar de sus viejos y de sus jóvenes. Por eso hay que desenmascarar a toda esta plaga que se esconde en el progresismo para diluir nuestras esencias y para, desde la utopía social y la frivolidad de sus intereses personales pequeño burgueses, dejar en la marginación a los más débiles y a aquellos que tienen la edad que les permitiría desarrollar la fuerza y la energía para aportar lo mejor de ellos a la sociedad.

Siempre he pensado que el bipartidismo democrático, al estilo británico, es el mejor sistema político existente, y yo personalmente no pienso subirme a ningún otro carro de esos que no se sabe a dónde nos puede llevar, pero las izquierdas y las derechas deben volver a ser dignas, patrióticas y con alto un alto sentido de la responsabilidad y la justicia social. De no ser así estamos vendidos, y ya lo estamos.

Amar a Europa significa, sobre todo, creer que la podemos regenerar".

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sábado, 14 de agosto de 2010

La edad de la primera comunión (3)

Antes de seguir ofreciendo mi opinión sobre este asunto -insisto: nada menor, aunque pueda parecer lo contrario- en respuesta a la posición del cardenal Cañizares, no quiero dejar de aludir a un artículo que se puede encontarr en ABC de hoy sábado firmado por Juan Manuel de Prada precisamente sobre este tema.

"HA levantado gran polvareda un artículo publicado por el cardenal Cañizares en el Osservatore Romano, en el que se atreve a… ¡Oh, cielos! ¿Seré capaz de decirlo? No, no se atreve Cañizares a convocar una guerra santa, ni a identificar al Anticristo, ni siquiera a reclamar la unión entre trono y altar. A lo que se atreve Cañizares es a proponer que sea restablecido el decreto Quam singulari, de San Pío X, en el que se fija la edad de siete años como idónea para recibir el sacramento de la Eucaristía. En las últimas décadas, por influjo de las corrientes modernistas infiltradas en el seno de la propia Iglesia, y con el aplauso y regocijo de quienes anhelan —lobos disfrazados de corderos— su destrucción, se ha introducido el hábito nefasto de retrasar la edad de la Primera Comunión. En su artículo, Cañizares apunta incluso que las actuales circunstancias familiares y sociales, tan adversas para la inocencia del niño, antes aconsejarían adelantar esa edad que retrasarla. Y esto, en fin, es lo que ha provocado indignación entre los enemigos de la Iglesia, que se las prometían muy felices, después de haber logrado vaciar de significado la Eucaristía, siempre —por supuesto— con el apoyo de los inefables «tontos útiles» que confunden la naturaleza de los sacramentos.

Porque los sacramentos no se reciben en reconocimiento de unos méritos personales; son acción de la gracia divina. Y la gracia divina no exige, como demandan ciertos «tontos útiles» a quienes los enemigos de la Iglesia prestan altavoz, «personalización e interiorización de la fe»; esto es jansenismo de la peor calaña, soberbia presuntuosa que pretende convertir el regalo de la Salvación en una suerte de postulación de méritos, como si los sacramentos fuesen oposiciones a un cuerpo administrativo. Y esta infiltración jansenista, que pretende desenraizar la fe de su fuente y aislarla de su medio natural (fe que viene de lo alto, fe que se encarna y realiza comunitariamente), es la que, en efecto, ha triunfado en las últimas décadas, jaleada por los enemigos de la Iglesia, que contemplan jubilosos como las Primeras Comuniones se han convertido en mascaradas en las que, si acaso, el único que conserva la fe (una fe originaria y primaveral, pura en la plena acepción de la palabra) es el niño que recibe a Cristo bajo las especies de pan y vino. Para que ese niño participe también de la mascarada conviene que se retrase la edad de la Comunión, conviene que el niño esté suficientemente corrompido por el clima ambiental, conviene que haya recibido sus buenas clases de «educación sexual» en la escuela, conviene que haya asimilado toda la alfalfa progre que se le inocula a través de la tele, conviene que haya comprobado cómo sus papás viven amancebados tan ricamente y apostatan de la fe de sus mayores. Conviene, en fin, que el niño acuda al sacramento con la inocencia hecha unos zorros, con la fe reducida a escombros o siquiera esclerotizada y rutinizada, y a ser posible con un condón en el bolsillo de la chaqueta de marinerito.

Porque, claro, cuanto más pequeño sea el niño más posibilidades hay —¡menudo escándalo!— de que comulgue creyendo en la naturaleza del sacramento, creyendo que de verdad Cristo viene a vivificar su fe para siempre. Y esto es lo que los enemigos de la Iglesia pretenden evitar a toda costa, con la ayuda de los tontos útiles que han introducido el microbio jansenista en el seno de la Iglesia. Qué grande eres, Cañizares".

No hace falta que diga y que subraye que discrepo profundamente de la opinión del ilustre escritor y comentarista que, a mi juicio, en este caso desvaría gratuitamente y manifiesta una preocupante ignorancia teológica así como un desconocimiento llamativo de la realidad social y religiosa de España. Particularmente molesto resulta su empeño en descalificar a enemigos inventados por él con los que quiere identificar a muchísimos pastores de la Iglesia que no han hecho en todos estos años del post-concilio otra cosa que tratar de ser fieles a la Iglesia, al evangelio y a la realidad.

viernes, 13 de agosto de 2010

La edad de la primera comunión (2)

Pues sigamos con lo de ayer a propósito de la nueva opinión del cardenal Cañizares sobre la mejor edad para que los niños hagan su primera comunión. He destacado lo de nueva porque efectivamente Cañizares, durante toda su época de profesor y asesor en temas de catequesis y pastoral (es decir, antes de ser obispo) opinaba justamente todo lo contrario.
Sus argumentos de entonces, que eran los de la inmensa mayoría de pensadores y pastores de la etapa post-conciliar, postulaban un progresivo retraso de la edad de la primera comunión a la luz de la cambiante situación sociológica que afectaba, sobre todo, a las familias, de una comprensión más honda y madura de la naturaleza del sacramento, y de la realidad psico-cultural de los niños. Veamos.
Guste o no, y con todos los matices que se quiera, la inmensa mayoría de nuestras familias y el ambiente general de nuestra sociedad no es cristiano en el sentido en que sí lo era, por ejemplo, en los años 50: los padres (especialmente las madres) ya no transmiten la fe a sus hijos como lo hacían antaño (hoy lo hacen algo más los abuelos cuando les dejan); no les enseñan a rezar, bien porque ellos(as) mismos no lo hacen, bien porque se han convencido de la peregrina idea -de cuyo inequívocamente progre- de que hacerlo constituiría un atentado a la libertad de sus hijos o les podría producir un trauma. La inmensa mayoría son creyentes pero no practicantes como están cansados de decirnos todos los estudios sociológicos.
Parece bastante claro que este clima familiar de una religiosidad sociológica, en la que el cristianismo es fundamentalmente un elemento cultural y un rescoldo a punto de apagarse de un fuego otrora vivo y contagioso, no favorece el que los niños crezcan con el "sistema operativo" a punto para ser desarrollado después por una catequesis pre y post-sacramental ofrecida a los 7 años o antes.
Para corroborar este apunte, basta oir las quejas, cuando no la auténtica desolación, de tantos curas de parroquias que ve cómo los padres consideran la catequesis de sus hijos como un peaje que deben pagar para poder realizar en su día el rito social de la primera comunión.
¿Acaso el adelantamiento de la fecha podrá remediar algo de esta situación espiritual de los padres y repercutir ventajosamente en una mejor comprensión del sacramento por parte de los niños? Parece más bien que no; se produciría con toda probabilidad una mayor banalización del acto en cuya preparación no se sentirían esos padres obligados a implicarse, al quedarles claro que se trataba de una celebración infantil (algo más importante o vistosa que un cumpleaños) de escasas, o nulas, repercusiones existenciales.
Por hoy, basta. Más en próximas entradas.

jueves, 12 de agosto de 2010

La edad de la primera comunión de los niños

No pensaba dedicarle -al menos de momento- un post porque, aunque pueda no parecerlo, se trata de un tema mayor y el mes de agosto se presta más a asuntos secundarios o anecdóticos. Sin embargo, veo que El País de hoy le dedica una información (bastante equilibrada -cosa rara- aunque el tema se prestaba a todo tipo de deformaciones) y eso quiere decir que pronto estará en otros medios, y también, desde luego, en boca de más ciudadanos de lo que podríamos imaginar como conversación y debate debajo de la sombrilla playera (la noticia ya había sido publicada pero en medios especializados).
Es el caso que nuestro compatriota el cardenal Cañizares se ha descolgado con artículo en L'Osservatore Romano reivindicando como muy conveniente un adelanto de la edad de la primera comunión de los niños: hoy está en torno a los nueve años, y sería ideal, según nuestro cardenal, que se adelantara, por ejemplo, a los siete (Cañizares no concreta el guarismo pero se deduce de su reflexión que consideraría mejor los siete -e incluso antes- que lo que se viene haciendo ahora).
El cardenal, que no debemos olvidar es Prefecto de la Congregación para el Culto y los Sacramentos en la Curia romana, escribe en el centenario de un decreto de san Pio X que consideró necesario reformar la práctica pastoral entonces vigente que situaba el acceso a la primera comunión a los doce años, adelantándola a lo que él llamaba la edad del discernimiento cuyo principal indicador era que el niño tuviera capacidad mental para distinguir el pan ordinario de ese otro pan "especial" que le ofrece la Iglesia en el sacramento.
He dicho que el asunto no es menor y lo reitero. Implica toda una concepción teológica de lo que es la Iglesia, de lo que son los sacramentos, de cómo se accede a la vida cristiana, de cómo "está el patio" de nuestra infancia desde el punto de vista de la psicología evolutiva y de la madurez, digamos, religiosa de los niños, sin olvidar toda la dimensión sociológica que atañe a la implantación de la Iglesia en una sociedad secularizada en la que viven los padres de los niños candidatos a comulgar por primera vez, etc., etc.
Voy a tratar de hacer un esfuerzo de síntesis para decir lo que, desde mi punto de vista, es esencial en este asunto, pero necesito para ello más de un post. Así, tal vez, puedo darle además algo de suspense a mis entradas.
No obstante, y para empezar, con todo mi respeto y cariño al cardenal Cañizares, debo decir que su toma de posición me parece un despropósito desde el punto de vista teológico, pastoral y sociológico. Su argumentación (?) es extraordinariamente endeble, y además, toda su posición está llamada a crear una gran confusión y desánimo pastoral que es lo que nos faltaba...
Continuará.

lunes, 9 de agosto de 2010

No podía ser así...

El comentario de mi anterior post sobre el cobro de una tasa para acceder a los actos de la visita del Papa a Inglaterra, lo hice tras leer la información en el diario francés La-Croix. Me extrañaba no ver la reseña en periódicos nacionales, pero mi extrañeza duró poco porque a las pocas horas fui viendo referencias al asunto en numerosos periódicos y páginas web.
El tono de los comentarios se movía entre el escándalo y la burla, sin faltar el aprovechamiento de la oportunidad para meter el rejón a fondo.
Curiosamente, ninguna de estas hispanas informaciones -bastante posteriores a la del periódico francés- se hacía eco del desmentido formal emitido por la organización oficial del viaje en el Reino Unido. Empezaré comentando esto último.
Me parecía extrañísimo que, de no ser cierta la noticia, los responsables ingleses del evento no clarificaran, mediante el correspondiente comunicado, el asunto. Lo hicieron, sí, pero confieso que, tal vez por el legendario temperamento inglés -la famosa flema-, el lector del desmentido quedaba con la impresión de que, si bien reconocían que la noticia no era cierta en esos términos, tampoco les parecía que la cosa fuera para tanto. En realidad, venían a decir, se trataba de un malentendido: a nadie se le cobraría por acceder a los papales actos, pero a los peregrinos se les dotaría de un material bastante completo que les ayudara a acompañar al ilustre visitante, material que evidentemente, se daba por supuesto, no sería -ni tendría por qué ser- gratuito, con lo que podría convertirse en fuente de ayuda a la financiación del acontecimiento.
Los comentarios en nuestros medios nacionales hacían todos honor a su origen: como he dicho, desde la burla hasta el ataque. Jamás un intento de aproximación serio al fondo de la cuestión. Lamentablemente, entre nosotros sigue siendo imposible, por lo que se ve, acercarse al quehacer de la Iglesia, no ya con respeto, sino con cierta profundidad en el análisis. En general, nuestra prensa sigue en estos temas al nivel de los adolescentes y de la gente iletrada que, cuando sale un tema religioso, sea el que sea, derivan sistemática e inequívocamente a la misma cuestión:
--"Bien, bien, todo eso de Dios y del mal en el mundo está muy bien, pero, ¿y las riquezas del Vaticano, qué? ¿Qué me dice usted de eso?"
No nos engañemos: seguimos a este nivel, y me temo que por mucho tiempo. Los medios de comunicación, con excepciones, parecen haberse rendido al dios de la trivialidad, dando por supuesto que esa es la demanda de la gente. Tal vez sea así, aunque cuesta creerlo.
Volviendo a nuestro asunto: no se cobrará por ir a ver al Papa o por acudir a la misa que celebre. Buena noticia. Pero el problema sigue en pie: ¿qué hacemos los católicos con los gastos de este y de acontecimientos religiosos similares? No sería poco que estos malentendidos que ahora comentamos nos obligaran a instalarnos definitivamente en una transparencia acompañada de buenas dosis de imaginación.

viernes, 6 de agosto de 2010

Los viajes del Papa, como es lógico, no salen gratis

Leo hoy en La-Croix que el acceso a las celebraciones que tendrán lugar el próximo mes de septiembre en Inglaterra con el Papa como protagonista, no será gratuito sino de pago.
Con una tarifa de aproximadamente 20 euros para las misas, y algo más barata para otro tipo de encuentros, los obispos de Inglaterra y Gales quieren sufragar -al menos en parte- los costos de una visita que, a otros aspectos polémicos (no está el horno para bollos con el catolicismo), añade el escándalo de no pocos ante lo que consideran un dispendio económico que debe sufragar, sobre todo, el Estado, ya que es la Reina quien invita.
Por lo visto, en los años 80 el viaje de Juan Pablo II dejó las arcas de la Iglesia Católica de Inglaterra bajo mínimos, con un endeudamiento que duró bastantes años.
A cualquier sensibilidad religiosa mínimamente cultivada, la noticia de que para asistir a la misa celebrada por el Papa haya que pagar un ticket como si de un encuentro deportivo se tratara, le resulta molesta y desasosegante.
Uno piensa inmediatamente: no es -o, al menos, no debería ser- ese el camino; debe haber otros cauces menos chirriantes para obtener legítimamente, al menos una ayuda para lo que es un gasto objetivo muy considerable (el costo de la vista a Inglaterra, según La-Croix, alcanzaría unos 26 millones de euros) que a una sociedad en la que no faltan quienes abominan del visitante y de lo que representa, termina pareciéndole intolerable.
Insinúa la información del diario francés que los obispos del Reino Unido habrían sugerido la posibilidad de pedir a cada católico la aportación de una libra para este menester, y, aunque no queda claro en el reportaje, la impresión que se obtiene es de que la fórmula no ha tenido éxito.
En la Iglesia, guste o no, tenemos un problema con el dinero. Desde los que con una visión falsamente "franciscana" piensan que todo contacto con el vil metal envilece a los discípulos de Cristo, y que, por tanto, la única Iglesia creíble sería la que, despojada de todo, renuncia a cualquier iniciativa que exija dinero y financiación, hasta los que entienden que sólo entrando en las redes reales de la sociedad y aceptando el salpicado de la suciedad del dinero, podrá la Iglesia hacer algo por difundir el mensaje del evangelio en el mundo real, no acabamos de encontrar el "punto" de equilibrio que nos permita, al modo evangélico, estar en el mundo (es decir, en los gastos y los ingresos, en los préstamos y las inversiones), sin ser del mundo (es decir, sin rendirse ante la fascinación del dios metal y terminar rindiéndole pleitesía).
La dificultad es enorme; casi insuperable. Tal vez lo más importante sea ir aprendiendo de las nuevas circunstancias, alimentar más y mejor la imaginación para ensayar sistemas algo más originales que el del ticket de taquilla, renunciar a planteamientos faraónicos que a muchos siguen encandilando (como si los viajes del Papa fueran la salvación de los pueblos), y concienciar a los católicos de que lo que es de todos debe sufragarse entre todos.
Dicho en corto y por derecho: el que quiera Iglesia, que la pague; el que quiera viajes papales, que contribuya a financiarlos.

lunes, 2 de agosto de 2010

Homilías: dos enfoques

El pasado sábado celebró toda la Iglesia la memoria de Ignacio de Loyola, santo del que están particularmente orgullosos, y con razón, sus paisanos vascos en general y guipuzcoanos en particular.
Todos los años hay gran fiesta ese día en Azpeitia, y no digamos en su histórico barrio de Loiola; al santuario acuden numerosísimos fieles, la comunidad de jesuitas en pleno, y algunas autoridades civiles con esa mezcla de satisfacción y de mala conciencia por aquello del laicismo que hasta los históricos meapilas que en Vasconia han vivido permanentemente a las faldas de los clérigos, se ven obligados a fingir para que no diga la gente.
Ningún año falta a la cita el obispo de la diócesis que preside la celebración eucarística y pronuncia una homilía que todos oyen con especial atención, ya que se supone que en ella el prelado aprovecha para subrayar aspectos que considera fundamentales en la marcha de su iglesia guipuzcoana.
Todos estos años, marcados por una situación política y social envenenada por el terrorismo de Eta, el día de San Ignacio se esperaba con auténtica expectación la alocución del obispo, y al día siguiente se le dedicaban no pocos comentarios, elogiosos o críticos, según fuera el color político del comentarista; es decir, se consideraba que la homilía del prelado era -y, atención: sobre todo, debía ser, según algunos- una pieza política en la que el pastor diocesano debía dejar entrever el juicio de la iglesia sobre los consabidos e interminables problemas provocados por el cáncer terrorista: el "conflicto" vasco, los derechos de los pueblos a ser ellos mismos (eufemismo para referirse a la autodeterminación); condena de toda violencia, incluída la de Eta, por más que ésta se produzca en un lamentable marco de desencuentro histórico entre hermanos; petición de generosidad para con los presos etarras (y sus familiares) cuyo acercamiento se postularía exclusivamente por razones humanitarias, etc., etc.
Pues bien, este año se ha repetido la historia con una más que llamativa excepción. El nuevo obispo de San Sebastián, Mons. Munilla, acudía por primera vez a la fiesta del ilustre fundador de los jesuítas, pronunciaba su homilía, y en ella no encontramos una sola palabra ni alusión directa o indirecta a esa temática sociopolítica a que me acabo de referir que años atrás hacía las delicias de los comentaristas.
Pero eso sí, en ella encontramos, sin embargo, un discurso coherente y sistemático sobre la figura de San Ignacio como modelo de búsqueda de Dios, de conversión a su voluntad y de vaciamiento propio para hacer con su vida lo que su Señor creyera más conveniente. Una reivindicación de la autocrítica (equivalente semántico del célebre examen de conciencia ignaciano), del discernimiento de la voluntad de Dios sobre nuestras vidas, y, sobre todo, de la santidad como vocación irrenunciable de todo bautizado.
Tengo la impresión de que este discurso de Munilla no ha suscitado ninguno de esos comentarios que hacían correr la tinta otros años, al menos yo no los he visto. Pero me sospecho -y me encantaría equivocarme- que en las filas de gran parte del clero y de muchos laicos de esos que se suelen llamar "comprometidos", la homilía habrá parecido espiritualista y desencarnada, con poco fuste evangélico, demasiado "confesional", tópica y algo santurrona.
A mí, literariamente no me ha parecido gran cosa, pero su contenido -y eso es lo que importa- creo que señala el camino de la verdadera predicación; porque los análisis sociopolíticos, muy necesarios, sin duda, se deben hacer habitualmente en otros foros, y sus protagonistas deben ser, por norma general, los laicos. ¿O es que sólo es voz de la iglesia la de los obispos? A ver si va a resultar que de lo único que no se le oiga hablar al Obispo en las grandes solemnidades sea de Dios y de su exigencia irrevocable de obediencia en la fe.