Sus argumentos de entonces, que eran los de la inmensa mayoría de pensadores y pastores de la etapa post-conciliar, postulaban un progresivo retraso de la edad de la primera comunión a la luz de la cambiante situación sociológica que afectaba, sobre todo, a las familias, de una comprensión más honda y madura de la naturaleza del sacramento, y de la realidad psico-cultural de los niños. Veamos.
Guste o no, y con todos los matices que se quiera, la inmensa mayoría de nuestras familias y el ambiente general de nuestra sociedad no es cristiano en el sentido en que sí lo era, por ejemplo, en los años 50: los padres (especialmente las madres) ya no transmiten la fe a sus hijos como lo hacían antaño (hoy lo hacen algo más los abuelos cuando les dejan); no les enseñan a rezar, bien porque ellos(as) mismos no lo hacen, bien porque se han convencido de la peregrina idea -de cuyo inequívocamente progre- de que hacerlo constituiría un atentado a la libertad de sus hijos o les podría producir un trauma. La inmensa mayoría son creyentes pero no practicantes como están cansados de decirnos todos los estudios sociológicos.
Parece bastante claro que este clima familiar de una religiosidad sociológica, en la que el cristianismo es fundamentalmente un elemento cultural y un rescoldo a punto de apagarse de un fuego otrora vivo y contagioso, no favorece el que los niños crezcan con el "sistema operativo" a punto para ser desarrollado después por una catequesis pre y post-sacramental ofrecida a los 7 años o antes.
Para corroborar este apunte, basta oir las quejas, cuando no la auténtica desolación, de tantos curas de parroquias que ve cómo los padres consideran la catequesis de sus hijos como un peaje que deben pagar para poder realizar en su día el rito social de la primera comunión.
¿Acaso el adelantamiento de la fecha podrá remediar algo de esta situación espiritual de los padres y repercutir ventajosamente en una mejor comprensión del sacramento por parte de los niños? Parece más bien que no; se produciría con toda probabilidad una mayor banalización del acto en cuya preparación no se sentirían esos padres obligados a implicarse, al quedarles claro que se trataba de una celebración infantil (algo más importante o vistosa que un cumpleaños) de escasas, o nulas, repercusiones existenciales.
Por hoy, basta. Más en próximas entradas.
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