Todos los años hay gran fiesta ese día en Azpeitia, y no digamos en su histórico barrio de Loiola; al santuario acuden numerosísimos fieles, la comunidad de jesuitas en pleno, y algunas autoridades civiles con esa mezcla de satisfacción y de mala conciencia por aquello del laicismo que hasta los históricos meapilas que en Vasconia han vivido permanentemente a las faldas de los clérigos, se ven obligados a fingir para que no diga la gente.
Ningún año falta a la cita el obispo de la diócesis que preside la celebración eucarística y pronuncia una homilía que todos oyen con especial atención, ya que se supone que en ella el prelado aprovecha para subrayar aspectos que considera fundamentales en la marcha de su iglesia guipuzcoana.
Todos estos años, marcados por una situación política y social envenenada por el terrorismo de Eta, el día de San Ignacio se esperaba con auténtica expectación la alocución del obispo, y al día siguiente se le dedicaban no pocos comentarios, elogiosos o críticos, según fuera el color político del comentarista; es decir, se consideraba que la homilía del prelado era -y, atención: sobre todo, debía ser, según algunos- una pieza política en la que el pastor diocesano debía dejar entrever el juicio de la iglesia sobre los consabidos e interminables problemas provocados por el cáncer terrorista: el "conflicto" vasco, los derechos de los pueblos a ser ellos mismos (eufemismo para referirse a la autodeterminación); condena de toda violencia, incluída la de Eta, por más que ésta se produzca en un lamentable marco de desencuentro histórico entre hermanos; petición de generosidad para con los presos etarras (y sus familiares) cuyo acercamiento se postularía exclusivamente por razones humanitarias, etc., etc.
Pues bien, este año se ha repetido la historia con una más que llamativa excepción. El nuevo obispo de San Sebastián, Mons. Munilla, acudía por primera vez a la fiesta del ilustre fundador de los jesuítas, pronunciaba su homilía, y en ella no encontramos una sola palabra ni alusión directa o indirecta a esa temática sociopolítica a que me acabo de referir que años atrás hacía las delicias de los comentaristas.
Pero eso sí, en ella encontramos, sin embargo, un discurso coherente y sistemático sobre la figura de San Ignacio como modelo de búsqueda de Dios, de conversión a su voluntad y de vaciamiento propio para hacer con su vida lo que su Señor creyera más conveniente. Una reivindicación de la autocrítica (equivalente semántico del célebre examen de conciencia ignaciano), del discernimiento de la voluntad de Dios sobre nuestras vidas, y, sobre todo, de la santidad como vocación irrenunciable de todo bautizado.
Tengo la impresión de que este discurso de Munilla no ha suscitado ninguno de esos comentarios que hacían correr la tinta otros años, al menos yo no los he visto. Pero me sospecho -y me encantaría equivocarme- que en las filas de gran parte del clero y de muchos laicos de esos que se suelen llamar "comprometidos", la homilía habrá parecido espiritualista y desencarnada, con poco fuste evangélico, demasiado "confesional", tópica y algo santurrona.
A mí, literariamente no me ha parecido gran cosa, pero su contenido -y eso es lo que importa- creo que señala el camino de la verdadera predicación; porque los análisis sociopolíticos, muy necesarios, sin duda, se deben hacer habitualmente en otros foros, y sus protagonistas deben ser, por norma general, los laicos. ¿O es que sólo es voz de la iglesia la de los obispos? A ver si va a resultar que de lo único que no se le oiga hablar al Obispo en las grandes solemnidades sea de Dios y de su exigencia irrevocable de obediencia en la fe.
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