Parece ser que el gobierno está ocupado en ir perfilando una ley sobre libertad religiosa que, según dicen, empezaría a ser urgente en esta España nuestra ávida, por lo visto, de efectuar la enésima transición.
No me parece mal que se legisle sobre el particular; sí me resulta ridículo que se haga con las ínfulas de quien cree descubrir un mediterráneo que la mayoría de nuestros vecinos contemplan con indiferencia y hasta cansancio histórico.
Las pocas veces que algún jerarca de la Iglesia católica ha hablado sobre esa posible ley, se ha referido a ella sin el más mínimo temor en línea de principios. Y es natural que así sea porque, aunque nadie ahora quiera reconocerlo o, por lo menos, recordarlo, fue la misma Iglesia la que propició el cambio pacífico de un sistema de privilegios a otro de básica e inteligente neutralidad, cuyo perfeccionamiento no podría molestar más que a sectarios o ignorantes.
Lo que me molesta, casi hastía, de todo esto es el insoportable tufillo adolescente que me llega de las filtraciones que van conociéndose. Se les llena la boca de referencias a la laica Francia, pero nunca quieren recordar que, por ejemplo, Miterrand, ilustre agnóstico, con gran pedigrí laico, raro era el mes que no recibía en el Elíseo al cardenal Lustiger para escucharle supongo que no sobre la marcha de la liga de fútbol. Tampoco dicen que cuando murió el mencionado cardenal, arzobispo de Paris, Sarkozy en persona y con más miembros del gabinete, presidió sus solemnes exequias en Notre Dame sin que tengamos constancia de ninguna moción de censura por semejante ataque a la laicidad. Dos botones de muestra simplemente de actitudes maduras dentro de coordenadas de una laicidad respaldadas nada menos que por la Revolución por antonomasia.
Nunca podré entender por qué esa furia (insisto, adolescente) contra el aparato simbólico de una religión que, guste o no, se ha hecho cultura y nutre pacíficamente el vivir y quehacer de numerosos ciudadanos (la inmensa mayoría) más allá incluso de sus propias opciones personales de fe. Digo mal: sí lo entiendo. Por su boca, o en sus anteproyectos, fluye un caudal de ignorancia: ni saben lo que es la religión, ni saben lo que es la fe, ni se han tomado la molestia de aprender lo que es un símbolo. Pasará el sarampión y habrá que "volver a empezar" cansinamente la reconstrucción sobre escombros innecesarios.
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