Reconozco que no podría hablar ni un minuto sobre este Instituto del que he oído, o sobre el que he leído algo, en no más de un par de ocasiones.
Parece ser que la dimisión, presentada como fruto de la edad y de la salud, puede llevar "bicho", es decir, que posiblemente anuncia turbulencias no resueltas que, según algunos, podrían darnos, si no un disgusto (tipo Maciel), al menos sí un buen susto.
Mirando por mi ventana, me pongo a pensar en algo que no es la primera vez que medito: la para mí excesiva proliferación de fundadores y fundadoras de todo tipo de institutos, congregaciones y órdenes a lo largo de la historia del cristianismo, algunas de ellas realmente geniales, y la mayoría perfectamente prescindibles cuando no, encima, problemáticas.
Es verdad que el Espíritu Santo sopla donde y como quiere, y que nadie somos quién para decirle a quién y cuándo debe inspirar la fundación del grupo que sea; pero como quiera que el criterio evangélico -"por sus frutos los conoceréis"- además de meridianamente claro es de obligada aplicación, uno tiende a pensar que esta proliferación de fundaciones se debe probablemente más al estricto quehacer de la humana imaginación o/y vanidad, que al impulso del Espíritu Santo.
Contrasta con esta "(funesta) manía de fundar", la sencillez procedimental del mismísimo Jesucristo. Efectivamente, cuando de Él decimos que "fundó" la Iglesia, nos estamos refiriendo a una actividad que poco tiene que ver con lo que hacemos los humanos cuando nos ponemos a ello. Porque como dice san Agustín de una manera insuperable, es del costado de Cristo herido por la lanza en la cruz, de donde nace la Iglesia y sus señas de identidad, los sacramentos.
O sea: que los cristianos no somos fundados, sino engendrados. Nacemos de un acto de amor y entrega sin precedentes. Por eso, la Iglesia se parece más a una criatura viva que a una sociedad, pongamos por caso, mercantil. De ahí, por ejemplo, su extrema fragilidad. Interesantes e importantes matices, creo yo.
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