“En medio de las Catacumbas de Santa Tecla, un cubículo que parecía una simple planta cuadrada con tres arcos, ha resultado ser un importante hallazgo de la arqueología sacra: se trata de las figuras más antiguas de los apóstoles (fines del siglo IV). Están representados Pedro, Pablo, Andrés y Juan. El descubrimiento, que fue revelado después de dos años de investigaciones y anunciado el año pasado en L’ Osservatore Romano, fue presentado oficialmente ayer en una rueda de prensa presidida por el presidente de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra y presidente del Pontificio Consejo para la Cultura, monseñor Gianfranco Ravasi”.
He podido leer esta noticia en diversas páginas informativas especializadas (ésta, concretamente, la he encontrado en InfoCatólica), y confieso que me ha llenado de emoción.
Por una u otra razón, estamos asistiendo a un creciente interés no sólo de los especialistas, sino también del gran público, a propósito de todo lo que tiene que ver con los orígenes, y más concretamente, con la antigüedad cristiana en general. Este interés es, desde luego, perfectamente legítimo, pero además muy comprensible porque responde a una certera intuición: es en esos orígenes, en esa “primera fase” del desarrollo del cristianismo, donde nos es dado encontrar algo así como los fundamentos “fundantes” de lo que se irá desarrollando progresivamente en una complejísima evolución histórica hasta llegar a nosotros en el cristianismo que conocemos, y que -aquí empiezan los problemas- para unos es una torpe deformación de aquél idílico mundo primitivo, y para otros constituye sencillamente el resultado de una evolución inevitable que arroja como balance la ambigüedad de todo lo humano: luces y sombras.
No es el momento de pronunciarse sobre el debate que acabo de insinuar porque el género literario de un blog, por su propia naturaleza, impide entrar en cuestiones tan complejas como para exigir el espacio de, cuanto menos un artículo y no precisamente breve.
Sí me apetece, sin embargo, decir algo sobre las Catacumbas. Cualquiera que haya estado Roma, se habrá acercado a una u otra de las catacumbas que pueden visitarse en la Ciudad Eterna. La más habitualmente incluída en los circuitos turísticos es la llamada de San Calixto, pero no sería justo omitir la mención que merecen, a mi juicio, la de Priscila (me entusiasmó) y también la de Domitila (menos), sin olvidar que estas tres no son ni mucho menos las únicas visitables (interesante también San Sebastián), aunque sean, eso sí, las más famosas sin duda por méritos propios.
La primera vez que bajé a San Calixto experimenté un verdadero escalofrío espiritual; (escalofríos físicos son también posibles por cuestiones de contraste de temperatura). Estaba yo convencido de que me disponía a visitar los refugios de aquellos heroicos cristianos primitivos que encontraron en esos laberintos subterráneos refugio a la inevitable clandestinidad que les imponían sus perseguidores.
Ese sentimiento avivó en mí un notable espíritu de solidaridad con aquellos predecesores y, al mismo tiempo, una cierta sensación de vergüenza por el convencimiento de que ahora los cristianos no seríamos capaces de semejante valentía. Como se ve, aunque fuera inconscientemente, me apuntaba yo con estas elucubraciones a la tesis de los que mantienen que el cristianismo no ha hecho sino degradarse en su evolución histórica.
Poco tardé en despertar de mi “sueño dogmático” sobre las catacumbas, sueño compartido por un porcentaje altísimo de los que las visitaron entonces conmigo y siguen haciéndolo ahora bastantes años después. Un conjunto de buenas lecturas y la oportunidad de escuchar a magníficos estudiosos de la arqueología de la época y, más en general, de los orígenes del cristianismo, me hicieron ajustarme a la realidad, menos romántica, casi nada idílica, pero segura desde el punto de vista histórico y no desprovista de belleza a pesar de todo.
En efecto, ni refugios, ni clandestinidad, ni películas enternecedoras para avivar en nosotros el sueño del paraíso perdido: las catacumbas son básicamente necrópolis, es decir, cementerios de la época correspondiente (sobre todo, siglo IV), con todo lo que ello tiene de interés para el que tantos siglos después, puede acercarse y visitarlos en un estado de conservación realmente llamativo.
A partir de aquí, podemos adentrarnos en ellas desprovistos ya de ese “prejuicio” del que he hablado, tan conmovedor aunque falso, y caer en la cuenta, sin merma de auténtica emoción religiosa, de algo que con aquél esquema mítico de antes nos pasaba fácilmente desapercibido: el testimonio inequívoco que atraviesa todas estas necrópolis, expresado de una u otra forma en sus paredes y nichos de una convicción de aquellos predecesores nuestros en la fe, esta sí realmente subversiva entonces y ahora: que la muerte no tiene la última palabra porque Cristo ha resucitado.
He podido leer esta noticia en diversas páginas informativas especializadas (ésta, concretamente, la he encontrado en InfoCatólica), y confieso que me ha llenado de emoción.
Por una u otra razón, estamos asistiendo a un creciente interés no sólo de los especialistas, sino también del gran público, a propósito de todo lo que tiene que ver con los orígenes, y más concretamente, con la antigüedad cristiana en general. Este interés es, desde luego, perfectamente legítimo, pero además muy comprensible porque responde a una certera intuición: es en esos orígenes, en esa “primera fase” del desarrollo del cristianismo, donde nos es dado encontrar algo así como los fundamentos “fundantes” de lo que se irá desarrollando progresivamente en una complejísima evolución histórica hasta llegar a nosotros en el cristianismo que conocemos, y que -aquí empiezan los problemas- para unos es una torpe deformación de aquél idílico mundo primitivo, y para otros constituye sencillamente el resultado de una evolución inevitable que arroja como balance la ambigüedad de todo lo humano: luces y sombras.
No es el momento de pronunciarse sobre el debate que acabo de insinuar porque el género literario de un blog, por su propia naturaleza, impide entrar en cuestiones tan complejas como para exigir el espacio de, cuanto menos un artículo y no precisamente breve.
Sí me apetece, sin embargo, decir algo sobre las Catacumbas. Cualquiera que haya estado Roma, se habrá acercado a una u otra de las catacumbas que pueden visitarse en la Ciudad Eterna. La más habitualmente incluída en los circuitos turísticos es la llamada de San Calixto, pero no sería justo omitir la mención que merecen, a mi juicio, la de Priscila (me entusiasmó) y también la de Domitila (menos), sin olvidar que estas tres no son ni mucho menos las únicas visitables (interesante también San Sebastián), aunque sean, eso sí, las más famosas sin duda por méritos propios.
La primera vez que bajé a San Calixto experimenté un verdadero escalofrío espiritual; (escalofríos físicos son también posibles por cuestiones de contraste de temperatura). Estaba yo convencido de que me disponía a visitar los refugios de aquellos heroicos cristianos primitivos que encontraron en esos laberintos subterráneos refugio a la inevitable clandestinidad que les imponían sus perseguidores.
Ese sentimiento avivó en mí un notable espíritu de solidaridad con aquellos predecesores y, al mismo tiempo, una cierta sensación de vergüenza por el convencimiento de que ahora los cristianos no seríamos capaces de semejante valentía. Como se ve, aunque fuera inconscientemente, me apuntaba yo con estas elucubraciones a la tesis de los que mantienen que el cristianismo no ha hecho sino degradarse en su evolución histórica.
Poco tardé en despertar de mi “sueño dogmático” sobre las catacumbas, sueño compartido por un porcentaje altísimo de los que las visitaron entonces conmigo y siguen haciéndolo ahora bastantes años después. Un conjunto de buenas lecturas y la oportunidad de escuchar a magníficos estudiosos de la arqueología de la época y, más en general, de los orígenes del cristianismo, me hicieron ajustarme a la realidad, menos romántica, casi nada idílica, pero segura desde el punto de vista histórico y no desprovista de belleza a pesar de todo.
En efecto, ni refugios, ni clandestinidad, ni películas enternecedoras para avivar en nosotros el sueño del paraíso perdido: las catacumbas son básicamente necrópolis, es decir, cementerios de la época correspondiente (sobre todo, siglo IV), con todo lo que ello tiene de interés para el que tantos siglos después, puede acercarse y visitarlos en un estado de conservación realmente llamativo.
A partir de aquí, podemos adentrarnos en ellas desprovistos ya de ese “prejuicio” del que he hablado, tan conmovedor aunque falso, y caer en la cuenta, sin merma de auténtica emoción religiosa, de algo que con aquél esquema mítico de antes nos pasaba fácilmente desapercibido: el testimonio inequívoco que atraviesa todas estas necrópolis, expresado de una u otra forma en sus paredes y nichos de una convicción de aquellos predecesores nuestros en la fe, esta sí realmente subversiva entonces y ahora: que la muerte no tiene la última palabra porque Cristo ha resucitado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario