-¿Sabes, tía? La semana pasada he estado en Roma con mis viejos y mis hermanos.
-¿Y qué te ha parecido?
-Guay, de verdad; muy guay. Más de lo que esperaba.
-¿Pero os dio tiempo a ver mucho?
-Bueno, ya sabes, lo normal; lo que ve todo el mundo.
-¿Fuisteis a ver al Papa?
-Bueno, sí, claro. Yo no tenía ningún interés, pero si no vamos, ya sabes, a mi madre le da algo. Ahora, ¿sabes una cosa? Vas a flipar, tía; es que ni yo me lo creo cuando lo recuerdo ahora.
-¿A qué te refieres?
-Vas a flipar...Pues que cuando apareció el Papa me emocioné.
-¡Qué dices, tío! ¿Que te emocionaste?
-Sí, como lo oyes; no sé, fue una sensación rara, algo por dentro, no sé. Casi lloro, tía...
Esta fue la conversación. Tal cual; nada novelada, ya que su simple esquematismo me permite recordarla perfectamente.
Me ha venido a la cabeza este recuerdo de poca importancia, después de seguir ayer la visita del inefable ZP al Vaticano en la que pude apreciar una falta total de emoción, y una frialdad inducida, y mal disimulada por la sempiterna sonrisa de buenismo simplón e inútil.
Puede ser, desde luego, una impresión equivocada, pero me juego el caserío a que no; a que acierto.
Cuando la percepción de la historia se reduce a unas batallitas de buenos y malos acontecidas todo lo más en la época de nuestros abuelos; cuando los diagnósticos de filosofía de la historia le llevan a uno a afirmar (como leí yo, dicho por ZP hace ya años) que el cristianismo es el responsable de todo el retraso de la historia de occidente, visitar al Papa no puede emocionar. Se convierte en algo parecido a la visita que cursan las autoridades a los regentadores de puestos de alimentación en la innauguración de un nuevo mercado.
-¿Qué, cómo va la cosa?
-Aquí nos tiene, presidente, a luchar que no hay más remedio.
Es triste, pero es así. Ya lo dijo el sabio poeta: desprecian cuanto ignoran.
¡No vuelva!
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