Pero no es la primera vez que me ocurre, como probablemente a muchos otros: cuando ya estábamos tocando Solesmes, experimenté una ligera decepción; me costó ver la Abadía, escondida tras unos arbustos algo impertinentes para mi impaciencia. Una vez allí, sin embargo, la pequeña ciudad me ofreció lo que tiene: sobriedad, sencillez, espiritualidad, llamada a penetrar en "otro mundo": un mundo distinto del cotidiano pero no absolutamente heterogéneo a él, y por ello,con capacidad de transfigurar la trivialidad del que vamos soportando cada día.
La Abadía, sin ser arquitectónicamente sublime, tiene el encanto y produce la fascinación de todos los centros en los que durante largos períodos de tiempo (Solesmes está celebrando el jubileo de su milenio), se ha tratado cada día con lo esencial, se ha buscado la verdad, se ha cultivado la belleza, y se ha tratado de servir con sencillez al prójimo con paciencia y tenacidad.
La belleza: en Solesmes la belleza se llama, sobre todo, canto gregoriano.
No me extenderé comentando lo que este canto supone y ofrece; sí quiero decir que la escucha del gregoriano, allí como en cualquier lugar donde esté al servicio de la plegaria, se convierte en una experiencia iniciática, un camino sin retorno que a cada uno le conducirá a lo insospechado de un encuentro más allá del nivel estético; un encuentro con el misterio. Con el misterio del mundo; con el misterio del hombre; con el misterio de los misterios...el Misterio.
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