sábado, 10 de abril de 2010
Acabo de llegar de Paris. He estado cinco días haciendo cosas: ver libros y librerías; visitar algunos centros académicos de mi interés para ponerme al día sobre sus programaciones, innovaciones, acentuaciones programáticas, etc. He paseado, lo que, sobre todo en París, es algo más que un ejercicio físico, porque el movimiento por sus calles y avenidas, la percepción de su luz, la llamativa velocidad de sus nativos que se mueven como si fueran a perder el último tren de metro, y esa sempiterna sensación de una grandeur que quiere disimular a toda costa las bolsas de ordinariez y cutredad típicas de la ciudad, moldean al visitante que queda atrapado desde el primer día en una especie de entrañable tiovivo del que nunca se quiere bajar y al que, sin embargo, lamenta haber subido. Pero lo que más me interesaba de Paris, esta vez como siempre que voy (lo mismo me pasa, en general, con Francia, tan adorable como impertinente), era volver a encontrarme con la iglesia; me refiero a la iglesia que abre sus puertas al viandante en sus numerosas parroquias u oratorios, y le ofrece, en una especie de "escaparate pastoral" inigualable, un sinfín de actividades y proyectos en forma de encuentros, talleres, peregrinaciones, sesiones de oración, grupos de catecumenado para los que empiezan y los que vuelven a empezar, etc., etc. He abierto mi ventana sobre este Paris católico en sus puestos reales de "oferta" indiscriminada. Las próximas entradas versarán sobre lo que he visto, y más específicamente, sobre lo que me ha parecido poder entrever.
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