Lo que me interesa comentar ahora ante los restos del naufragio es que el asunto de fondo no tiene remedio. Me explico. El mundo de la comunicación se ha convertido, guste o no, en un universo de complicación casi parecida al universo de verdad: en él hay estrellas, constelaciones, galaxias, agujeros negros, enanas(os) marrones, materia negra, etc., etc. El que quiera entrar en este universo -naturalmente, todos tienen derecho a intentarlo por lo menos- sólo puede hacerlo siendo consciente de su brutal complejidad. Pretender situarse en él seráficamente, a buen recaudo de explosiones y desplazamientos, de aceleraciones y retracciones, o es tonto, o es perverso. En ambas hipótesis le espera un final poco feliz.
¿Es muy hermoso que la Iglesia tenga un medio de comunicación propio? Sin duda. ¿Es posible que lo tenga al margen de la convulsiones de ese universo de la comunicación? No; rotundamente no. Se pongan como se pongan. Si quieres que te oigan (en el caso de una radio; que te lean cuando de un periódico se trate) tienes que ser competitivo, estar a la que salta, entrar al toma y daca dialéctico, no dejarte pisar, dar primero para dar dos veces, etc. ¿Y el evangelio? ¿Y el ideario cristiano? ¿Y el anuncio de la fe? Pues ahí está el problema sencillamente insoluble, porque, o se acepta un cierto posibilismo, y entonces llegan, antes o después, las colisiones con los ideales, o se opta por la radicalidad insobornable de los principios, y entonces -no nos engañemos- tenemos que hacer medios plenamente confesionales, seguidos casi en exclusiva por adictos y convencidos. Los híbridos no existen, y, de existir, no funcionan. A los tibios los vomitará Dios.
Buen momento el del hundimiento de la COPE para pensar en los problemas de fondo y remontar el vuelo tratando de superar lo anecdótico.
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