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viernes, 23 de julio de 2010

Jerusalem, siempre Jerusalem

Llegues a la hora que llegues, entres por la puerta o el rincón que más convenga; aun si lo haces rendido de cansancio, o con el ánimo a ras de suelo, la entrada en Jerusalem imprime carácter. Algo se pega para siempre a la retina de unos ojos atónitos ante tanta belleza inesperada y gratuita; algo empieza a merodear por el espíritu, como queriendo pulsar resortes existentes pero tal vez entumecidos...
Sí, Jerusalem, la ciudad tres y mil veces santa, provoca en el visitante -sobre todo, en el visitante primerizo- una especie de "efecto-abducción" que traslada al visitante a los confines de lo sagrado, incluso cuando "eso sagrado" parece tan distante como irreal.
A nadie puede extrañar que la Ciudad de la Paz haya sido y siga siendo ciudad de la discordia; el amor posesivo -humano, demasiado humano- no ha llegado todavía a aceptar, y ni siquiera a comprender, que sólo desde el desprendimiento y la generosidad, será posible un día recuperar a quien es, sin duda, objeto de un amor loco, como posesión no egoísta al servicio de la humanidad toda, como símbolo supremo de la victoria sobre la dualidad separadora, es decir, "dia-bólica".
Una cosa tengo clara: si mis circunstancias vitales me lo permitieran, cada año rendiría visita a este prodigio de ciudad, capaz como ninguna de evocar el sueño de Dios sobre la humanidad, sin enmascararlo en idilios o mitologías que le pudieran privar de esa mundanidad variopinta y fascinante que permite comprender aquello de que entre los pucheros anda Dios.
Se entiende perfectamente el saludo tan entrañable de los judíos de la diáspora: "el año que viene en Jerusalem". Pues lo hago mío desde ahora mismo, y, por si acaso, empiezo ya a ahorrar.

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