Quiero comentar algo del periodista Seewald del que nadie se acuerda estos días en la prensa, muy ocupados los comentaristas en dar vueltas y vueltas a una frase sobre el preservativo que, a su indocto parecer, sería lo más importante de las doscientas y pico páginas del libro, y constituiría una auténtica revolución. Ambas apreciaciones son, en mi opinión, rotundamente falsas, pero parece que tendremos que aceptar que en la era de las comunicaciones nuestro sino tenga que ser el no podernos fiar de los comunicadores profesionales.
Seewald ha manifestado su desolación por lo que acabo de decir, y no es para menos. Se comprende que para un periodista de largo recorrido como es él (ha trabajado en el Spiegel, el Bild, y el Süddeutschen Zeitung, y este de ahora es el tercer libro-entrevista con Ratzinger), contemplar cómo sus colegas de profesión se entregan a un ejercicio de reduccionismo frívolo y facilón, debe ser una fuente de tristeza y hasta desánimo profesional.
Me ha llamado la atención conocer de su biografía el detalle significativo de su pasado izquierdista (marxista, como es natural) y de su salida de la Iglesia a la que abandonó por razones ideológicas por los años 68. Posteriormente recuperaría la fe y descubriría, según propia confesión, que los ideales de su juventud se realizaban mil veces mejor dentro del cristianismo; está convencido, a este respecto, de que la radicalidad del evangelio y la calidad de sus respuestas dejan en una posición prácticamente irrelevante las pretensiones revolucionarias de esas funestas ideologías que tanto daño han hecho a la humanidad y que todavía colean ofreciendo más de lo mismo, aunque ahora con un mayor disimulo. Estoy de acuerdo con su apreciación.
Confiesa que su decisión de entrevistar, ahora al papa, antes al cardenal Ratzinger, nace de la necesidad, por una parte, de reivindicar su figura intelectual y religiosa burdamente caricaturizada por unos medios de comunicación sumidos en el tópico y la ignorancia religiosa, y por otra, de ponerse al habla y escuchar a un pensador, que además es pastor de la iglesia católica, y de cuyo pensamiento, siempre expresado con humildad y afabilidad, emana una luminosidad que resulta reconfortante en medio de la espesa niebla que está envolviendo a nuestro occidente.
En Ratzinger, pues, antes y después de ser papa, ha buscado ayuda para responder a esas grandes preguntas que siguen en pie por más que nuestra sociedad se empeñe en que permanezcan aparcadas sobre todo en el mundo de la juventud: ¿a dónde va nuestro mundo? ¿qué podemos esperar? ¿cómo hacer posible que la oferta de la sabiduría cristiana llegue a nuestros hermanos y conciudadanos?
En el papa, asegura, siempre ha encontrado no sólo a un gran intelectual, sino a un verdadero maestro espiritual que jamás ha eludido o "censurado" una sola pregunta de las planteadas con total libertad por él.
Reconoce, sin embargo, que la visión del mundo y de la historia de BXVI es más optimista que la suya. El papa es un hombre que, sin perder un ápice de la lucidez y el espíritu crítico propios de su talla intelectual, vive sumergido en las aguas de la esperanza cristiana; una esperanza que habría que decir parafraseando a san Pablo, es locura para unos y necedad para otros.
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