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martes, 21 de diciembre de 2010

La obsesión de Benedicto XVI por lo esencial

Todos los años por estas fechas los papas tienen la costumbre de mantener un encuentro con la Curia para intercambiar la felicitación de Navidad. En el "marco incomparable" (según el gracioso tópico redaccional) de una de las solemnes salas vaticanas, o, incluso, de la Sixistina, el Papa dirige un discurso a los miembros del pleno de su equipo de gobierno en el que pasa revista a los principales acontecimientos del año a punto de terminar, deslizando casi siempre consideraciones de fondo que no pasan desapercibidas a los informadores.
Por ejemplo, el año 2005, en la que fue su primera felicitación navideña, BXVI, aprovechó esta circunstancia para pronunciar un discurso absolutamente fundamental para comprender una de las lineas de fondo de su comprensión de la Iglesia contemporánea heredera de un concilio, el Vaticano II, de cuya interpretación sigue dependiendo todo el desarrollo teórico y práctico (pastoral) de la iglesia católica en el presente siglo. De obligada lectura y re-lectura...
Ayer, el papa compareció una vez más ante su curia y les felicitó esta Navidad brindándoles unas consideraciones de fondo que me han vuelto a impresionar porque ponen de relieve el verdadero perfil de este hombre, tantas veces distorsionado por muchos medios de comunicación que siguen sin querer -o, más probablemente, sin poder- entender su profundidad espiritual y sus puntos de referencia básicos.
En este discurso al que me refiero, vuelve a poner de manifiesto la magnitud de la herida que ha infligido a todo el cuerpo eclesial el asunto de la pederastia. Leyendo sus consideraciones, se capta perfectamente que BXVI no hace teatro o da lectura a un guión escrito por algún funcionario cuando asume y reconoce abrumado hasta qué punto ha quedado ensuciada toda la iglesia y comprometido su testimonio por el "pecado" de algunos sus miembros más cualificados.
He subrayado deliberadamente la palabra pecado porque es precisamente el nivel religioso o teológico que esta palabra evoca el que permite al papa-teólogo situar correctamente su meditación. Una meditación que quiere siempre ir a lo esencial: Dios y la relación del hombre con su misterio.
Precisamente por situarse en ese nivel de profundidad, los diagnósticos y las "soluciones" que Ratzinger sugiere rebasan con creces las superficiales proclamas de los que exigen simplemente sanciones ejemplares (nunca excluidas, desde luego, de acuerdo con las leyes), o reformas estructurales de las que dependería la solución de un problema moral que es -reconozcámoslo- algo más que un problema: un enigma, un misterio; el mysterium iniquitatis que nos remite inexorablemente a la pregunta por el ocultamiento de Dios en nuestra sociedad, y previamente a ello, por las condiciones sociales y filosóficas que lo hacen posible o, tal vez incluso, para muchos, hasta deseable.
He querido destacar este aspecto de la última reflexión navideña del Papa, porque creo que nos permite captar una vez más hasta qué punto este hombre tiene la "obsesión" de lo esencial, con lo que, día tras día, le está diciendo a la iglesia a la que él sirve, de qué debe realmente preocuparse si quiere ser, como afirmó el Vaticano II, una iglesia "reformata et semper reformanda", es decir: reformada y siempre en estado de reforma a la luz del evangelio. ¿Será por eso por lo que el papa Ratzinger gusta tan poco, e incluso irrita, a los maestros del simplismo y a los visionarios de las "revoluciones pendientes"?

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