Por lo visto, ha confiado a sus fans que ya ha tomado una decisión de la que ha hecho partícipes en exclusiva a su esposa (curiosa concesión a la familia tradicional), y a un militante del partido, al que indudablemente debe considerar como una versión -por supuesto ultra-laica- del discípulo amado del evangelio de san Juan (con mil perdones para ese inconmensurable evangelio y para su autor, dizque llamado Juan).
Cuando en los tiempos de la dictadura de los cuarenta años soñábamos con el advenimiento de la democracia, nos imaginábamos que los dirigentes políticos de esa nueva era se caracterizarían, entre otras cosas, por no parecerse en nada a los que entonces padecíamos, sobre todo en una cosa: en la carencia de ínfulas, y en la normalidad democrática en su relación con la ostentación y el ejercicio del poder.
Pensábamos, en nuestra ingenuidad, que llegada por fin la libertad, los políticos aceptarían de buen grado una relación no-sacral con el poder, lo que les haría abandonarlo con toda naturalidad, bien como consecuencia de una derrota electoral, bien como decisión propia basada en razones personales más o menos acertadas y/o convincentes.
ZP acaba de desmentir estas apreciaciones, y nos ha sacado -como ya hicieron otros, es verdad- de ese romántico sueño.
Ahora tendremos que soportar ríos de tinta dedicados a hacer todo tipo de cábalas sobre la decisión del señor de los talantes; entraremos todos a su trapo. Es una pena.
Por mi parte, prometo aliviar cualquier brote de ansiedad que me pueda sobrevenir, con la repetición silenciosa y perseverante de este mantra: "que se vaya, que se vaya de una p. vez". Y es que confieso que soy un monoteísta convencido: ¿dioses y diosecillos? No, gracias. Sólo los necios terminan creyéndose que han alcanzado la divinidad, por lo que no es infrecuente que acaben queriéndose quitar de encima al Dios verdadero. Como dice el salmista:"Piensa el necio en su interior: 'no hay Dios'. Pues eso.
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