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jueves, 18 de noviembre de 2010

Ecos de una visita. Perplejidades varias

Algunos amigos me han preguntado estos días si no pensaba dedicar por lo menos una entrada a comentar la visita del Papa. Yo mismo también me lo he preguntado y hasta este momento, como se ve, no me he decidido a tocar el tema. Ahora -"a balón pasado", como suele decirse- voy a referirme a algún aspecto, más o menos colateral, relacionado con esa visita.
He sufrido auténtica vergüenza ajena viendo el tratamiento informativo del evento desarrollado por determinados medios; más estupor me han causado algunos comentarios producidos "dentro de casa" a los que podríamos calificar de "fuego amigo" (bastante más fuego que amigo, desde luego). Destaca, entre ellos, la indignación realmente histérica de algunas católicas cualificadas (léase monjas, aunque no sólo) ante la desafortunada, por parcial, puesta en escena litúrgica de las religiosas que prepararon el altar en la celebración de la Sagrada Familia. Es este un asunto menor -relativamente menor- que demuestra a las claras el escaso cuidado de los organizadores que podrían haber evitado una imagen ciertamente poco edificante -insisto: por parcial- sencillamente haciendo que acompañaran a las religiosas que sirvieron al altar, por ejemplo, dos diáconos (varones), lo que hubiera evitado esa sensación visual de una iglesia que relega a la mujer al puesto de piadosa "fregatriz".
Mucho más graves me han parecido algunos comentarios sobre las palabras del Papa en el avión al referirse al clima anti-católico que se percibe hoy en España y que puede recordar al de los años 30. Lo que me sorprende y escandaliza de esos comentarios "amigos" es ver cómo interiorizan, supongo que sin darse cuenta, el discurso de nuestros auténticos adversarios haciendo exactamente lo que hacen ellos: sacar punta a un comentario poco feliz en la formulación pero irrefutable en el fondo.
Item más: si católicos altamente cualificados no tienen empacho en insinuar que la Iglesia en general y los obispos españoles en particular pretenden imponer a toda la sociedad su propia moral, no nos debe extrañar que a los pocos días el presidente Zapatero se descuelgue con unos alaridos, impropios de un animal racional tanto en el fondo como en la forma, preguntándose si no será que el Papa quiere legislar en España, para responderse, con vociferación aún más histérica, y arropado por los aplausos de un auditorio claramente analfabeto, que no; que aquí no manda el Papa, que quien manda es el Parlamento. Pues muy bien; ¿y cuándo ha sido de otra forma, ilustrísimo charlatán de mítines?
Repito: no me extraña lo que dice Zapatero; sí me deja atónito que lo den por bueno católicos con criterios habitualmente ponderados. Y más me extraña todavía que ese discurso grotesco -grotesco pero eficaz, como se ve- de ZP no tenga una respuesta contundente por parte de algún dirigente eclesial. Hay polémicas en las que es inevitable entrar por más que nos hastíen. De lo contrario, siempre, o casi siempre, vencerá la falacia revestida de democracia y libertad en estado puro.
Una excepción a esta ausencia de respuesta a la que me acabo de referir, ha sido un párrafo del artículo publicado ayer en La Razón por el cardenal Cañizares. Lo reproduzco como colofón de este largo post. Contundente, educado, suficientemente profundo y carente de agresividad. ¿Para cuándo un portavoz de la Iglesia con estas características? Es una urgencia inaplazable.

"La Iglesia no legisla en la sociedad; para eso están quienes tienen esta responsabilidad. Pero ofrece, no impone, lo que hará posible que las legislaciones no sean contrarias al hombre, sino en su favor siempre, y por eso lo que ofrece es garantía de convivencia, de fraternidad y de libertad segura y verdadera para el hombre. Ni el Papa, ni la Iglesia propugnan una sociedad confesional o sometida a sus dictados. Pero no se le puede negar el deber, y por tanto el derecho a afirmar a Dios, con todas sus consecuencias, con la certeza y garantía de que así sirve al hombre y afirma al hombre y le ofrece los fundamentos más radicales de fidelidad a su grandeza y dignidad de la persona humana, sobre la que se fundamenta el bien común, sin el que no habrá legislaciones justas y portadoras de paz y futuro".

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