Hace unos días, leí una información que me resultó curiosa por lo inesperada y me dejó perplejo y algo molesto. Se decía en ella que se había presentado un nuevo escudo papal en el que volvía a aparecer, encima de las llaves cruzadas, la célebre e histórica tiara sustituyendo a la más modesta pero no menos histórica mitra.
La tiara, como es sabido, es una triple corona que se convirtió en signo del poder supremo de los papas; por su parte, la mitra es el "sombrero" típico de los obispos que los identifica ante sus comunidades como pastores principales o eminentes.
A nadie se le escapa que volver a la tiara en el escudo del pontífice romano sugiere, de primeras, una posible voluntad de recuperación de signos y símbolos que el Concilio Vaticano II consideró desfasados con relación a la sensibilidad contemporánea, e inadecuados por cuanto casan mal con la necesaria sencillez y falta de boato que deben manifestar los pastores de la Iglesia en consonancia con un elemental espíritu evangélico. De ahí mi perplejidad y casi desasosiego al leer la noticia.
Afortunadamente me concedí una moratoria antes de comentarla negativamente, y si me animo a hacerlo hoy es porque he encontrado un comentario al respecto de mi amigo Antonio Pelayo en el que, con la maestría que le caracteriza, informa certeramente del asunto poniendo las cosas en su sitio, y avanza un poco más comentando con libertad y, lamentablemente, exactitud, algunos datos que parecerían confirmar efectivamente una cierta vuelta al boato y al gusto por el oropel en ámbitos eclesiales (o mejor: vaticanos o curiales en general) que estarían, al parecer, fomentando la nostalgia de un modelo eclesial, no ya poco evangélico, sino lo que es casi peor, pasado de moda, anacrónico, y pastoralmente contraproducente.
Reproduzco la magnífica columna de A. Pelayo publicada en el último número de la revista Vida Nueva.
"No han tenido mucho tiempo para regodearse los que en el fondo se alegraban de queBenedicto XVI hubiese recuperado la tiara (“imperial, autoritaria” según los críticos) en su escudo papal en vez de la mitra (“menos opulenta”, en opinión de los exegetas de heráldica vaticana). Fuentes autorizadas han aclarado que el escudo papal sigue como está y, de hecho, volvimos a verlo igual que siempre el domingo en la Plaza de San Pedro durante las canonizaciones. “Nada ha cambiado”, se nos ha dicho, y el tapete con el nuevo escudo regalado al Papa fue utilizado “una tantum”.
Es una noticia para alegrarse no tanto por la frustrada recuperación de la tiara, sino por el mantenimiento de una cierta sobriedad en las liturgias y protocolos vaticanos. Desde hace algún tiempo hemos asistido a un rebrote de puntillas, encajes, pedrería fina, etc. que parece escasamente concorde con la sencillez que debe rodear al Sucesor de Pedro, que no debe tampoco entenderse como una fingida pobreza, porque no es incompatible con la dignidad que debe revestir.
Fuera de la liturgia, y en lo que podríamos llamar “vida civil” de la Curia romana, resulta evidente que se han aflojado los criterios posconciliares de llevar un ritmo de vida sobrio y austero. No hay más que ver el parque automovilístico de algunos cardenales y monseñores para comprender que estamos muy lejos del Fiat 127 que Monseñor Benelli impuso al personal que trabajaba el servicio del Papa.
Sin fariseísmos, me parece razonable llamar la atención sobre lo que puede constituir piedra de escándalo, sobre todo en tiempos de crisis".
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