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jueves, 3 de noviembre de 2011

Pensar la muerte, superar el miedo

Un año más, el día de los difuntos, acompañado, como casi siempre, por una acentuación melancólica del clima otoñal, ha salido a nuestro encuentro posibilitando la meditación sobre la muerte, casi requiriéndola.
Me temo, sin embargo, que otras urgencias -desde las económicas hasta las de un horizonte electoral que quisiéramos acelerar- hayan impedido que muchos dedicáramos el tiempo suficiente a pensar sobre el final inevitable de la "hoja de ruta" de todo ser viviente.
Por otra parte, la muerte y sus víctimas -los muertos- merecen ser evocados con mayor calidad de la que nos suele permitir esta sociedad maestra en la prestidigitación que logra hacer desaparecer en un instante lo que a todas luces nos ha acompañado como evidente hasta ese momento.
Para apoyar con solvencia esa meditación imprescindible ni por un momento se me ha ocurrido acudir a cualquier diario -de papel o digital- en búsqueda de un suelto o una columna dedicada a la anual efemérides; hubiera sido en vano: esas urgencias evocadas antes son inmisericordes y señalan con el dedo acusador a cuantos pretendan salirse de las vigencias consagradas.
Así pues, se me ha ocurrido acudir, una vez más, a mi pensador de cabecera: J. Ratzinger que una vez más, con la sencillez de los sabios, dentro de su propio mundo mental, permite remontar el vuelo del pensamiento y pensar, pensar, pensar...en lo que es esencial, en lo que nos constituye como personas más allá de la bendita, pero insuficiente, animalidad compartida con las bestias.
He aquí un pequeño fragmento de una alocución, tan breve como enjundiosa, que dedicó anteayer al tema de la muerte. Puede verse en su integridad en zenit.org

"Desde siempre, el hombre se ha preocupado por sus muertos y ha intentado darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado, el afecto. En un cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, paradójicamente, el modo en que vivieron, lo que amaron, lo que temieron, lo que esperaron y lo que detestaron, lo descubrimos precisamente por sus tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos. Son casi como un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, a pesar de que la muerte sea un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y se pretenda continuamente quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, ésta nos afecta a cada uno de nosotros, afecta al hombre de todo tiempo y de todo lugar. Y ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, una señal que nos dé consuelo, que se abra algún horizonte, que ofrezca aún un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es un camino de esperanza, y recorrer nuestros cementerios, como también leer las inscripciones sobre las tumbas, es llevar a cabo un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos, ¿por qué tememos la muerte? ¿Por qué la humanidad, en su mayoría, nunca se ha resignado a creer que más allá de ella no haya simplemente nada? Diría que las respuestas son muchas: tememos la muerte porque tenemos miedo de la nada, de este partir hacia algo que no conocemos, que nos es desconocido. Y entonces hay en nosotros un sentimiento de rechazo porque no podemos aceptar que todo lo que de bello y de grande ha sido realizado durante toda una existencia sea eliminado de repente, caiga en el abismo de la nada. Sobre todo, sentimos que el amor reclama y pide eternidad, y no es posible que sea destruido por la muerte en un solo momento".

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