Hay temas de los que no resulta fácil hablar (o escribir). Son, sobre todo, esos temas que se refieren a vivencias o expresiones de la propia religiosidad. En ocasiones, además, estos temas, de por sí difíciles de abordar como digo, se tiñen de un color desagradable gracias a la polémica que les envuelve en un determinado momento.
Es el caso, por ejemplo, del asunto de la adoración eucarística, práctica típicamente católica que antaño estaba sumamente arraigada en el pueblo cristiano, y que, poco a poco, fue perdiendo “fuelle” hasta desaparecer en no pocos ambientes, gracias a justificaciones pretendidamente teológico-litúrgicas, a mi juicio poco o nada convincentes por insolventes.
Afortunadamente, existen personas especialmente dotadas para decir en pocas palabras, y lejos de toda polémica, las verdades de fondo que han sustentado y siguen sustentando el valor de prácticas como la que acabo de mencionar. Cuando, además de la exactitud y la concisión, a lo que se dice le acompaña la sobria belleza de la calidad literaria, uno siente no sólo la necesidad de aplaudir, sino también la urgencia de compartir lo descubierto.
Eso me ha pasado hoy a mí al leer en el número correspondiente a esta semana de la revista Vida Nueva la columna que Pablo D'Ors dedica a este tema de la adoración eucarística. Reconozco humildemente que a mí me hubiera encantado escribir una columna como esta. Sirva como reconocimiento a su notable calidad la reproducción de la misma que hago en este blog.
Y no se piense que es un tema menor. Precisamente el enfoque de la cuestión y la forma de resolverlo, nos hace ver que el autor ha sabido descubrir el alcance teológico y antropológico del asunto: el misterio de la lejanía insuperable de un Dios cuya real cercanía, sin embargo, casi siempre pretendemos utilizar para manipularle. No se lo pierdan:
"Como el de todo cristiano, mi culto a la Eucaristía ha estado conformado por la comunión y la adoración. Mediante la comunión, celebro que Dios está cerca (más cerca imposible, pues entra en mí hasta confundirse conmigo); mediante la adoración, en cambio, celebro que está lejos. Sí, la adoración del Santísimo no es más que la celebración de la distancia de Dios.
Prefiero con mucho la adoración a la comunión, porque esta es un estado excepcional (raramente siente el hombre a Dios tan cerca), mientras que aquella es la situación habitual (a Dios solemos sentirlo lejos). Adorando el Santísimo aprendemos que el hombre es hombre y Dios, Dios: que se juntan en ocasiones, pero que Dios no se deja atrapar. Mediante la adoración del Santísimo celebro, es decir, recreo, la situación espiritual de alejamiento de Dios por parte del hombre contemporáneo. Se la recuerdo al mundo, se la recuerdo a Dios.
Cuando me pongo de rodillas ante el Santísimo, no solo miro la Hostia –allá a lo lejos–; miro también la distancia misma que hay entra Ella y yo, y esa distancia –no solo la Hostia, repito– me parece también digna de veneración.
Mediante la comunión, nos divinizamos; mediante la adoración, nos humanizamos. Quien adora el misterio termina por convertirse él mismo en un misterio. Dios no es evidente, sino que está oculto: se ha manifestado ocultándose. La más luminosa revelación del misterio es la de su ocultación".
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