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sábado, 24 de noviembre de 2012

UN TEMA ESTA VEZ IMPORTANTE

Mucho menos eco que el asunto del buey y la mula ha tenido un asunto, relacionado esta vez con la Iglesia de Inglaterra, cuya importancia objetiva en el campo teológico y, sobre todo, pastoral contrasta con la banalidad de la presencia o ausencia de un par de animales en el portal de Belén. Me refiero al rechazo por parte de la Iglesia Anglicana de la posibilidad de ordenación de mujeres como obispos.
Al margen de comentarios "especializados" que han dedicado algunas lineas al asunto, despachándolo con grandes aplausos cuando el comentarista era, digamos, del ala conservadora, y con mal disimulado disgusto, cuando la tendencia era de signo contrario, solo he encontrado una referencia de calidad en un artículo publicado en Libertad Digital, firmado por Cristina Losada.
Casi siempre me suele gustar lo que escribe Losada, pero esta vez me ha sorprendido muy favorablemente con un tratamiento del asunto que revela capacidad de penetrar en los pliegues decisivos de los aconteceres que afectan, a veces más de lo que pudiera parecer, a la marcha de la vida y de la cultura en general.
Creo que el mencionado artículo merece conocerse; por eso me permito transcribirlo íntegramente para conocimiento de los lectores de este reanudado blog:


"El rechazo de la Iglesia de Inglaterra a la ordenación de mujeres como obispas ha cursado, en general, como un "varapalo" a la mujer. Así lo ven quienes dentro de la iglesia anglicana eran partidarios de aprobarla. Para ellos, se trataba de llevar al seno de su iglesia la igualdad de sexos, y de forma plena, puesto que en 1992 se aprobó el acceso de las mujeres al sacerdocio y ahora éstas constituyen una parte importante del clero. Si ya podían ser sacerdotes, lo coherente, se diría, es que también pudieran ser obispas. Los contrarios consideraban, en cambio, que aquella decisión había sido un error y que no convenía apilar un error sobre otro. El debate sobre este asunto se ha desarrollado allí durante años con argumentos sociales, políticos y teológicos. Yo no dudo de su profundidad, pero, a riesgo de simplificar, diré que los anglicanos secularizan el sacerdocio: lo sitúan en el mismo rango que cualquier otra profesión, por lo que también, cómo no, ésta ha de abrir sus puertas a la mujer. Igual que lo han hecho las restantes. Luego vendrán las cuotas.
El caso de las obispas se enmarca en otro debate, quizá menos llamativo, pero que ocupa a las iglesias desde que se hizo patente el desafío que les planteaba la secularización, que semejaba un ingrediente intrínseco de la modernidad. ¿Debían mantenerseaferradas a la tradición o tenían que adaptarse al espíritu moderno, incluso por razones de supervivencia? Y si era un "renovarse o morir", ¿cuáles eran los límites, si había alguno, a la hora de despojar a las iglesias de sus contenidos y símbolos tradicionales? Para los que suelen etiquetarse como renovadores o progresistas, la pérdida de sintonía con las formas de pensar y vivir dominantes sólo podía conducir a un mayor alejamiento de la sociedad respecto de la iglesia. Era el temor que expresaba el arzobispo de Canterbury saliente, Rowan Williams, al lamentar la negativa a ordenar obispas:
La Iglesia de Inglaterra será un poco más irrelevante después de esto.
Frente a esa corriente, otros han señalado que los esfuerzos por lograr que las iglesias sean más relevantes para la sociedad moderna no hacen sino agravar la recesión religiosa. Las iglesias, sostienen, dan respuestas a las cuestiones más profundas sobre la condición humana y no han de identificarse plenamente con ningún contexto sociocultural. No que deban darle la espalda, pero sí mantener la distancia. Desde mi perspectiva de agnóstica, pienso que tienen razón quienes advierten mayor peligro para las iglesias en el amoldarse a los patrones de la secularización. Además, la tradición, a la que las iglesias nunca podrían renunciar por completo, sobrevive malamente una vez que se resquebraja. Como decía Wittgenstein, intentar salvar unas tradiciones dañadas es como tratar de reparar una tela de araña rota con las manos". 
Y este es el comentario que yo mismo aporté al artículo en el foro correspondiente de LD:
"...los anglicanos secularizan el sacerdocio: lo sitúan en el mismo rango que cualquier otra profesión, por lo que también, cómo no, ésta ha de abrir sus puertas a la mujer".
A mi juicio, este es el fondo de la cuestión que ha captado y expresado C. Losada con enorme lucidez. El sacerdocio ministerial, o el ministerio sacerdotal, no es una profesión, por lo que la argumentación igualitarista, procedente de la Ilustración y llevada a un paroxismo a veces histérico por el feminismo radical, está de más.
Todas las mujeres bautizadas son radicalmente sacerdotes, en absoluta igualdad con los varones, en virtud del bautismo. La conveniencia o no de que puedan acceder también al ejercicio del sacerdocio ministerial, después de 2000 años de tradición en sentido contrario, habrá que argumentarla desde otras consideraciones, tanto teológicas como pastorales.
Hay que ser honestos: hasta el momento, los "resultados" pastorales del sacerdocio femenino, son nulos.
Tal vez algún día me anime a desarrollar con más amplitud lo que aquí digo tan sintéticamente.

EL BUEY Y LA MULA: UNA ARROGANTE SUPERFICIALIDAD

Nunca hubiera imaginado que el estímulo para reanudar mis entradas en este modesto y descuidadísimo blog, me fuera a venir, nada menos, que de una publicación firmada por J. Ratzinger-Benedicto XVI. Pero confieso que los comentarios que ha suscitado la referencia al buey y la mula del portal de Belén en su libro sobre los relatos evangélicos de la infancia de Jesús, han podido con mi imperdonable (e imperdonada por no pocos amigos) pereza para escribir.
El asunto es muy sencillo: las narraciones que nos ofrecen los evangelistas Mateo y Lucas sobre el nacimiento de Jesús, son de una belleza tal, que de no existir, habría que inventarlos. No obstante, esa singular belleza va unida enigmáticamente a una mortificante sobriedad literaria, lo cual puede resultar paradójico y hasta contradictorio si se quiere, pero es así.
Nada tiene de particular, siendo así las cosas, que la recepción posterior de estos relatos haya encontrado en lectores con imaginación, una invitación al complemento y la ampliación por vía de  fabricación de leyendas con capacidad de adornar y embellecer, todavía más, los escritos originales.
Nadie ha podido leer nunca en los evangelios de la infancia de Jesús ninguna referencia a esos célebres animales de que hablamos, sin los que -justo es reconocerlo- nuestros nacimientos perderían no poca gracia. Como nadie puede, con los textos en la mano, afirmar que los de Oriente son reyes, ni que uno de ellos era negro, otro rubio y otro más o menos albino. Y nadie puede hacerlo, por la sencilla razón de que esos elementos están ausentes en los textos.
Pues bien, el Papa, al escribir su documentado y profundo libro, no hace sino constatar la realidad textual que comenta, sin entrar a valorar -ni mucho menos a pretender abolir- los elementos legendarios que la literatura apócrifa y la imaginación popular han añadido con posterioridad para paliar la sorprendente sobriedad de los textos originales.
Pues  he aquí que, publicado el papal libro en castellano, a penas transcurridas unas horas, la maquinaria mediática se pone en marcha para pregonar a los cuatro vientos que el Papa "se carga" al buey y la mula -dos por el precio de uno- en su nuevo libro sobre Jesús.
¿Hasta cuándo, me pregunto, tendremos que aguantar en esta España nuestra la acumulación de ignorancia y superficialidad en los que tienen el control diario de los medios de comunicación? ¿Es que no es posible que radios y televisiones, periódicos y revistas, tengan en plantilla por lo menos a un profesional que sepa de qué habla cuando de noticias "religiosas" se trate? ¿Y qué decir -prefiero no dar nombres- de relevantes plumas o voces que se han lanzado a disparatar sobre este asunto con tanto dogmatismo como estupidez?
Cabría tomarlo con humor, pero no es fácil. El analfabetismo religioso (la Biblia sigue sin leerse mayoritariamente en España, no nos engañemos) va de la mano de una arrogante superficialidad que, en su conjunción, forman un cóctel de no desdeñable peligrosidad cultural, y tal vez, no solo cultural.